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Las artes figurativas bizantinas

Las artes figurativas bizantinas. Evolución y simbología

El estudio de las artes figurativas bizantinas plantea de entrada una serie de problemas derivados de la ausencia de fuentes documentales, del casi sistemático anonimato de sus artistas y de la pérdida lamentable de una parte esencial de sus obras, producida tanto durante la crisis iconoclasta y el saqueo llevado a cabo por los cruzados en 1204, como por la conquista turca.

Las artes figurativas bizantinas. Evolución y simbología

Esta dificultad se ve acrecentada por la aparente uniformidad de sus obras frente al proceso evolutivo que, paralelamente, se produce en la arquitectura de la Europa prerrománica, románica y gótica. Por otra parte, las diferencias que, a pesar del vacío documental mencionado, se han querido marcar entre un arte metropolitano y otro provincial, o un arte áulico en contraposición a otro monástico, arrojan más interrogantes sobre este capítulo.

Sin embargo, esta parte esencial del arte bizantino es, sin duda, una de las de mayor personalidad artística universal, constituyéndose en uno de los puntos culminantes del arte cristiano que, además, ejerció una influencia determinante en el arte europeo con las aportaciones de su pretendido inmovilismo desde los tiempos de Justiniano hasta el siglo XIV.

A través de sus mosaicos, pinturas murales, iconos, manuscritos, marfiles y esmaltes se expresó artísticamente un mundo teocrático que, a pesar de sus épocas de crisis, supo mantener inalterada su esencia al tiempo que introducía elementos nuevos o antiguos que actualizaron y revitalizaron su lenguaje.

 

Precedentes del arte bizantino

De igual forma que en el estudio de la arquitectura, también en las artes figurativas surge en primer lugar la cuestión de delimitar las propiamente bizantinas de las paleocristianas del Bajo Imperio. En el desarrollo de la estética bizantina se parte de la fusión de dos tradiciones figurativas previas que en principio se suponen contrapuestas, la tradición clásica grecorromana -fundamentalmente helenística- y la oriental. De la primera, Bizancio toma el gusto por la armonía, la proporción y la realidad idealizada; de la segunda, la fuerza expresiva de lo abstracto, la brillantez y el refinamiento. La fusión de estas dos estéticas produce un arte figurativo esplendoroso en el que la riqueza, la grandiosidad, el brillo y el efectismo intentan ser instrumentos de una expresión mística y pálidos reflejos de la belleza divina.

 

Función teológica y litúrgica de las artes figurativas bizantinas

El arte figurativo es fundamental en la sociedad bizantina. Cumple una función múltiple; es un arte dirigido, que pretende, por un lado, la exaltación de la fe cristiana, el embellecimiento de la casa de Dios, ser enseñanza para los iletrados y, por otro, convertirse en un medio de propaganda política para resaltar la victoria o el poder de su basileus o el origen divino de su mandato.

Su función religiosa queda perfectamente definida, ya desde los últimos años del siglo IV, en los textos de grandes personajes del cristianismo oriental como san Gregorio Nacianceno, muerto hacia el año 390, o san Nilo de Sinaí, muerto en el año 430.

Este último, en su Epístola al prefecto Olimpiodoro, recomienda, con motivo de la construcción de una iglesia dedicada a los santos mártires, lo siguiente: «…me preguntas en tu carta si sería adecuado colocar sus imágenes (de los mártires) en el santuario […] y llenar los muros con todo tipo de cacerías de animales […] como liebres, gacelas y otros […] Debo decir que sería muestra de una mente firme representar una única cruz en el santuario […] al Este […] y cubrir ambos lados de la iglesia con pinturas del Antiguo y Nuevo Testamento […] para que los iletrados puedan, observando las pinturas, conocer los hechos humanos de quienes verdaderamente han servido a Dios.»

El basileus y la Iglesia son sus mecenas. La idea de perpetuación del poder de ambos anula cualquier idea de progreso asociada al arte figurativo bizantino, al tiempo que justifica, en parte, el relativo inmovilismo que se aprecia en sus casi mil años de creación artística. Sólo momentos decisivos de crisis de estos mecenas supusieron una ruptura en su desarrollo: el primero de ellos, la crisis de las imágenes, superada en la segunda mitad del siglo IX, y el segundo, la definitiva desaparición del estado tras la caída de Constantinopla.

 

Afirmación de la estética bizantina

La estética bizantina, considerada en su conjunto, da un paso más en la desintegración del arte clásico; y en este proceso no hace sino continuar algo ya iniciado en las obras profanas y, sobre todo, religiosas paleocristianas del Bajo Imperio a partir del siglo III. Ejemplos significativos de esta evolución pueden ser las pinturas de la sinagoga de Doura Europos realizadas hacia el año 245, los retratos a la encaústica de Al Fayum (Egipto) del siglo IV, o los escasos restos de escultura civil constantinopolitana, como los relieves del obelisco de Teodosio, esculpidos hacia el año 390.

En todas estas obras tan separadas en el tiempo y en el espacio, pero pertenecientes al oriente del Mediterráneo, se aprecia que, sobre una base grecorromana, se valoraron más la fuerza expresiva y la monumentalidad transmitida por el hieratismo y la frontalidad que la belleza, la elegancia formal y la fidelidad en la representación del natural.

Sin embargo, este proceso no debe ser interpretado como negación del ideal antiguo, sino como utilización de éste a modo de punto de referencia. En las primeras obras la tradición antigua pesa más en las de carácter profano y civil, mientras que la renovación se produce muy especialmente en el arte religioso. Debe señalarse, en este punto, que la vitalidad creadora de este arte religioso está en relación directa con la progresión de la teología, la liturgia, el monaquismo, la peregrinación y el culto a las reliquias desde el siglo IV en las zonas orientales del Mediterráneo.

Por ello, la formación de una estética, un estilo y una iconografía propiamente bizantinos es coincidente con la consolidación de la expresión artística cristiana oriental, y Bizancio juega, por tanto, un papel esencial en su configuración.

La realidad no se plasma tal y como aparece ante nuestros ojos, sino que se interpreta. No se trata de reproducir de un modo ilusionista la realidad física de las cosas, sino de convertirlas en signos representativos de conceptos más elevados. Del mismo modo, la figura humana, no intenta individualizar a la persona sino crear arquetipos fijos de determinadas personalidades, caracteres o jerarquías; por ello, a la diferenciación de rasgos, suceden unos convencionalismos de dibujo en la reproducción de las facciones. Y, del mismo modo, su ubicación en el espacio se aísla en muchos casos de un suelo concreto o un ambiente físico determinado, para presentar a personajes isocefálicos en posición frontal y en relación directa con el espectador.

Estas características esenciales contribuyen a elaborar un arte figurativo en el que todo es símbolo de una realidad superior e integrado en una jerarquía universal. Surge de este modo una realidad intelectualizada en la que los efectismos cromáticos, el brillo y los destellos convierten a la obra de arte en fuente de luz, y son elementos capaces de transmitir a los fieles pequeñas chispas de la belleza última y de la omnipotencia divina, tal y como afirma el cronista del siglo XI Miguel Psellos en su Cronografía.

 

La riqueza iconográfica en las artes figurativas

Proliferan, en la primera edad de oro, la exaltación de la figura de Cristo y los temas relacionados con episodios de su vida, los cortejos de santos, derivados sin duda de una iconografía imperial, al igual que los retratos de los donantes, de los emperadores y sus esposas y altas jerarquías de la Iglesia. La crisis iconoclasta, que trascurrió entre los años 726 y 843, desempeña un papel esencial en el desarrollo de las artes figurativas bizantinas. Este período significó en la historia de Bizancio la destrucción de muchas esculturas y pinturas anteriores, con el pretexto del peligro de caer en la idolatría que su existencia implicaba para los fieles.

Este celo iconoclasta coincide cronológicamente con idénticas promulgaciones en el seno del Islam, en un momento, además, de gran confrontación política y militar entre ambas potencias.

El arte figurativo religioso fue víctima de su intransigencia, no así el arte profano; pero una vez superada la crisis, la importancia de la imagen salió muy reforzada como vehículo útil y necesario de ilustración de los fieles y también como reflejo beneficioso de la Divinidad. Por ello, los teólogos serán los responsables de controlar los diferentes programas iconográficos, que, en estrecha relación con el marco arquitectónico, forman un microcosmos coherente y ordenado.

Así, la cúpula será lugar para la representación de lo invisible, el Dios Pantocrátor, mientras que el presbiterio lo será para ubicar su presencia entre los hombres con la representación del Niño Jesús en brazos de su Madre, la Virgen Theotokos, y las zonas laterales, próximas a los fieles, se reservarán para la narración de los episodios más destacados de las Sagradas Escrituras, sobre todo las escenas evangélicas exaltadas por las grandes fiestas litúrgicas de la Iglesia, como la Anunciación, la Natividad, la Purificación o el Bautismo de Cristo.

 

Evolución estilística y estética del Bizantino

Frente a las composiciones preferentemente cerradas y simétricas de la primera etapa, se tiende, a partir de la segunda mitad del siglo IX, a esquemas más abiertos de simetría ponderada en los que los personajes huyen del hieratismo y la frontalidad anteriores para adoptar escorzos variados, de modo que las claras y fuertes líneas que los definen forman unas armonías lineales reforzadas por las masas cromáticas.

A este cambio se añade, a partir de finales del siglo XII, un interés nuevo por la expresión de sentimientos, por la mayor estilización de las figuras y por la introducción de un repertorio de anécdotas que desvía la atención del espectador, hasta ahora centrada sólo en el concepto o la idea religiosa esencial.

Ello se debe a un cambio de sensibilidad religiosa que responde, a su vez, a una pérdida de poder de las comunidades monásticas, sobre todo a partir de la restitución del imperio en 1263. Y, una vez más, la renovación estilística que ello produce se apoya en una nueva mirada hacia atrás, una nueva inspiración en modelos de la Antigüedad.

Este proceso de vuelta a un lenguaje figurativo ilusionista es paralelo a un proceso idéntico en el arte figurativo de la Baja Edad Media occidental, en particular del Trecento italiano. Pero, mientras que éste llega por evolución unas décadas más tarde a la plasmación de un arte «real» que anuncia el humanismo moderno, los talleres bizantinos adoptan un conservadurismo de carácter manierista, que se mantiene fiel a una temática y a unas finalidades con Bizancio y con la Iglesia oriental que laten vivas a lo largo de los siglos XIV y XV, en momentos de grandes conflictos para la supervivencia del estado bizantino que anuncian ya su próxima desaparición. Consolidan así una «koiné» bizantina en la que se acentúan la emotividad y el sentimiento y el refinamiento manierista de proporciones, escorzos y plegados, características que perviven, tras 1453, en el arte religioso ortodoxo hasta los albores del siglo XX, de espaldas a la evolución de la pintura occidental.

Mosaico Bizantino

Mosaico Bizantino

 Origen y evolución del mosaico bizantino

Los primeros mosaicos Constantinopla

La tradición del mosaico pavimental y parietal se remonta al mundo clásico. Uno de los elementos de mayor riqueza del arte grecorromano era el revestimiento de las paredes con ricas composiciones elaboradas con pequeños cubos de mármol o barro cocido policromado. También en el pavimento se utilizaba esta misma técnica, alternada con placas de mármol, en los llamados «opus sectile» y «opus alejandrinum», que desarrollaban un amplio repertorio de temas paganos y decorativos geométricos o vegetales.

 

Los primeros mosaicos Bizantinos

A partir del siglo IV, el arte paleocristiano se valió de esta técnica para revestir sus ábsides y mausoleos cambiando la iconografía decorativa y mitológica del mundo antiguo por un repertorio cada vez más complejo de símbolos de contenido eucarístico y litúrgico, y composiciones narrativas más explícitas inspiradas en las Sagradas Escrituras que pretendían aleccionar a los fieles al tiempo que embellecían los templos.

El arte del mosaico inicia así un extraordinario desarrollo, que acabará relegando a la pintura monumental a un segundo puesto y que culminará con las extraordinarias creaciones mosaísticas de Bizancio.

Entre las obras más destacadas del primer mosaico cristiano, se encuentran los exquisitos ejemplos romanos del ábside de la iglesia de Santa Pudenciana y el mausoleo de Santa Constanza, realizados en el siglo IV, o los excelentes mosaicos con que se decora el arco triunfal de la basílica de Santa Maria Maggiore, obra del siglo V.

En estas primeras muestras de mosaico paleocristiano, el interés por el espacio, la luz, el modelado de los cuerpos y la ilusión perspectiva evocan todavía una gran proximidad con los postulados clásicos de idealización y refinamiento, si bien matizados claramente por una nueva valoración del contenido y de la fuerza expresiva.

Herederos de esta tradición, los primeros ejemplos bizantinos van a introducir una serie de novedades técnicas e iconográficas que llevan el arte del mosaico al punto culminante de su historia. Técnicamente se aprecia una mayor variedad de materiales en la elaboración de las teselas, que en unos casos serán pequeñas piezas de vidrio coloreado, de mármol o, las más de las veces, pequeños cubos de barro cocido policromado, y, sobre todo, dorado.

Estas piezas, además, son dispuestas sobre la superficie de los muros de forma ligeramente irregular, resaltando en el plano unas con respecto a otras. Esta disposición peculiar, unida a la proliferación de espacios arquitectónicos cóncavos derivados del uso de cúpulas y medias cúpulas en la arquitectura, produce una rica serie de efectos de luz, dependiendo del ángulo muy variado de reflexión de la misma. Con ello se consiguen la extraordinaria riqueza y variedad de efectos luminosos y cromáticos que son inseparables de la estética bizantina.

Dentro de este período es de destacar la pérdida de calidad de las obras emprendidas en tiempos de los emperadores Justiniano (482-565) y Heraclio (h. 574-641), una pérdida relativa que señala los efectos del período iconoclasta.

 

Constantinopla

Al comienzo del siglo VI, se conoce la existencia de importantes mosaicos en las iglesias de los Santos Apóstoles y Santa Sofía de Constantinopla, lamentablemente desaparecidos, lo que plantea una imposibilidad de estudio directo del arte constantinopolitano y la necesidad de remitirnos a obras provinciales, que, dado el gran protagonismo de la corte de Justiniano en todo el ámbito imperial, debieron reflejar, sin duda, el esplendor del arte del mosaico de la metrópoli y seguir sus pautas.

Los únicos ejemplos conservados en Constantinopla son unos mosaicos pavimentales de un peristilo del Gran Palacio, excavados en 1935, que representan una serie muy variada de escenas profanas en que abundan temas de caza, lucha de animales y juegos infantiles, enmarcadas por una cenefa de hojas de acanto muy naturalistas con máscaras y animales insertos en ella. La cronología de este conjunto es incierta, y los datos arqueológicos remiten aproximadamente al año 500.

Los grandes centros de mosaico conservados de este primer período correspondiente a los siglos VI y VII se localizan fuera de Constantinopla, en la ciudad italiana de Ravena, capital del exarcado, en Salónica (Grecia) y en el Sinaí (Israel).

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