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Urbanismo de finales del siglo XIX y principios del XX

Las experiencias urbanísticas desde 1890 hasta 1914.

Entre 1850 y 1870 por iniciativa de los nuevos regímenes conservadores, comienza la actividad urbanística burguesa posliberal. Esta práctica, basada en una distribución desigual de cargas y privilegios entre la administración y la propiedad (la administración lleva a cabo las obras públicas a fondo perdido, mientras que la propiedad se embolsa la mayor parte del aumento de valor de los terrenos), requiere el financiamiento de los planes urbanísticos por el sistema de créditos, descontando los aumentos futuros de las entradas ordinarias, como hace precisamente Haussmann; esto requiere a su vez una tendencia alcista de los precios y hace que la planificación urbana dependa estrechamente de la coyuntura económica.

 

Urbanismo de finales del S XIX y principios del XX

Urbanismo de finales del S XIX y principios del XX

En el periodo que va desde 1850 hasta 1970 es un periodo de coyuntura ascendente que explica el gran número de iniciativas cumplidas en todos los países de Europa. Pero esta coyuntura se interrumpe hacia 1870: durante los veinte años siguientes (entre 1870 y 1890) los precios bajan y solo tras 1890 vuelven a aumentar sin cesar como mínimo hasta 1914. Tras la crisis de 1870 se pone de manifiesto la pasividad de la práctica urbanística neoconservadora y, sobre todo, el desfase entre la oferta de viviendas, construidas por la iniciativa privada a precios de especulación, y la demanda de las clases más pobres que continúan afluyendo a la ciudad.

A pesar de las leyes de sanidad y las disposiciones sobre la construcción popular de 1866 y 1875, el hacinamiento en las ciudades inglesas sigue aumentando, llegando a ser intolerable en las últimas décadas del siglo. Buscando solucionar los problemas se promulga la ley de 1890, la Housing of the Workers Class Act, que unifica las leyes precedentes de 1866 y de 1875 y las disposiciones de las leyes sanitarias. Se conceden a las autoridades locales préstamos en mejores condiciones, se facilita el procedimiento de expropiación de terrenos y se reducen las respectivas indemnizaciones. A pesar de esto, las administraciones hacen un uso limitado de esta ley y, al estallar la guerra mundial, aún no se ha llegado a las 15.000 viviendas construidas por este sistema: solo el incremento de la iniciativa privada impide que la situación de hacinamiento se agrave aún más.

Hacia 1890 surgen de la misma manera reformas en Francia, Alemania, Bélgica e Italia legislaciones análogas sobre el problema de la vivienda, buscando resolver los dos aspectos del problema urbanístico: el saneamiento de los viejos barrios insalubres y la construcción de nuevos barrios.  Las intervenciones públicas realizadas sirven para suavizar una contradicción de la práctica neoconservadora, pero no llegan a eliminarla del todo; de hecho, solo cubren una parte de la demanda y permiten que subsista la prevalencia de la iniciativa privada en la producción y en el mercado de viviendas. La administración protege y corrige la iniciativa privada con las “obras públicas’’: calles, instalaciones, servicios; y, a medida que estas obras aumentan de importancia, debe coordinarlas en un cuadro de conjunto lo más coherente posible, sin alterar la primitiva separación de competencias entre poder público y propiedad.

Ciertas propuestas ponen en tela de juicio el modelo oficial, ya sea desde el seno de la tradición clásica o a través de las polémica anticlásica, como las siguientes:

 

La enseñanza de Camillo Sitte:

En su obra Sitte habla de la ciudad moderna y su razonamiento se limita ha llamado campo “artístico’’, es decir, a la ornamentación de que se debe dotar a los centros representativos y a los barrios de viviendas, pero no se limita a indicar un repertorio de soluciones convencionales, como hacen los tratadistas, ni a polemizar contra estos al nivel de principios, como hace Ruski; él observa el paisaje de la nueva ciudad tal como emerge de las obras de los decenios anteriores, destaca sus inconvenientes (monotonía, excesiva regularidad, simetría a cualquier costa, espacios inarticulados o desproporcionados con la arquitectura) comparándolos con las ventajas de las ciudades antiguas, en especial las medievales, que tienen ambientes pintorescos organizados según sus funciones, composiciones asimétricas, jerarquías de espacios en justa relación con los edificios.

Al igual que los románticos de las generaciones anteriores, contrapone el pasado al presente, pero propone algunos remedios prácticos para restablecer en la ciudad moderna una parte, al menos, de los valores admirados en la antigua. Los espacios desarticulados o demasiado grandes se pueden subdividir, de hecho, adecuadamente, con objeto de crear ambientes edificados definidos; las formas abiertas se pueden sustituir por otras cerradas; la simetría puede atemperarse con asimetrías parciales; los monumentos pueden desplazarse del centro geométrico de las plazas a lugares más apartados, y así sucesivamente. Las convicciones teóricas de Sitte son bastante estrechas. Para él, arte y utilidad constituyen exigencias opuestas y en las recientes experiencias urbanísticas del siglo XIX, solo ve preocupaciones técnicas, a las que él contrapone los derechos del arte.

Sitte ha aportado dos importantes contribuciones a la cultura urbanística de su tiempo:

1- Devolviendo el interés por los ambientes de las ciudades antiguas (y no solo ya por los monumentos aislados) ha puesto freno a la nefasta costumbre del aislamiento, ha establecido las premisas para la conservación de conjuntos enteros, ya que no de barrios antiguos en su conjunto, y ha puesto un obstáculo psicológico de la mayor importancia a los derribos indiscriminados, al modo de Haussmann.

2- Intentando conducir el contraste entre ciudades antiguas y modernas a una casuística y un método de intervención. Intuye un engarce entre la teoría y la práctica y da paso a una serie de experiencias que llevarán a superar la teoría, partiendo de los hechos visibles para llegar a las causas ocultas.

 

El movimiento de las ciudades-jardín:

El movimiento de las ciudades-jardín de Howard tiene dos fuentes: por un lado, la tradición utópica de la primera mitad del siglo XIX, especialmente la de Owen, entendida como comunidad perfecta y autosuficiente, síntesis del campo y la ciudad, con los signos sociales que se le han añadido tradicionalmente; y por otro lado, el concepto de vivienda unifamiliar con jardín, poniendo el acento, sin embargo, en la privacidad, no en las relaciones sociales: un intento de substraer la vida familiar a la promiscuidad y desorden de la metrópoli y de realizar, por decirlo de algún modo, el máximo de ruralización compatible con la vida ciudadana.

A partir de 1898 las iniciativas se multiplican por influencia de Howard y su movimiento. Este tiene el mérito de haber formulado una teoría coherente, apartando estas experiencias de la arbitrariedad de los contratistas particulares; al mismo tiempo cierra la línea de pensamiento de los utópicos, separando la parte abstracta e irrealizable de la realizable y distinguiendo razonadamente que aspectos de la vida urbana es indispensable colectivizar y cuáles se deben dejar a la iniciativa privada.

Howard plantea este razonamiento: la propiedad privada de los terrenos edificables produce un valor creciente de los terrenos desde la periferia hasta el centro de las ciudades, e induce a los propietarios de los terrenos urbanos a una explotación intensiva, densificando los edificios y congestionando el tráfico el las calles; por otra parte, la concentración de intereses da lugar a un crecimiento ilimitado de las ciudades y la congestión se extiende sobre un área cada vez mayor, alejando cada vez más el campo. Si se pudiera eliminar la especulación privada, los edificios podrían esparcirse en zonas verdes; desaparecería también el incentivo para un crecimiento ilimitado y las dimensiones de las ciudades podrían establecerse adecuadamente, de tal forma que se pudiese llegar al campo por medio de un simple paseo. Así, según Howard, se podrían ligar las ventajas de la ciudad (la vida de relación, los servicios públicos) con las ventajas del campo (las zonas verdes, la tranquilidad, la salubridad, etc.). nace la idea de la ciudad-jardín.

Según Howard, la ciudad-jardín estará dirigida por una sociedad anónima, propietaria del terreno, pero no de las viviendas, de los servicios ni de las actividades económicas; cada cual será libre de regular su vida y sus negocios como crea conveniente, sometiéndose únicamente al reglamento ciudadano y recibiendo a cambio los beneficios de una convivencia regulada. Supone siempre que la nueva ciudad debe ser autosuficiente y basarse en un equilibrio armónico entre industria y agricultura; por ello sugiere que la ciudad-jardín ocupe, con viviendas e industrias, una sexta parte del terreno disponible, destinándose el resto a la agricultura y disponiéndose el resto en torno al núcleo urbano un cinturón de fábricas, dependientes de la misma autoridad.

Howard realiza dos intentos de aplicar su concepción de la ciudad-jardín: Letchworth, en 1903, y Welwyn, en 1919. Estos intentos no tienen el éxito que se esperaba. La autosuficiencia prevista por Howard se demuestra irrealizable y en ambas ciudades el cinturón agrícola se reduce progresivamente, perdiendo toda importancia económica y reduciéndose a una pantalla verde para garantizar los límites impuestos a la ciudad. La ciudad-jardín se demuestra vital, a diferencia de las utopías anteriores, pero se reduce finalmente a una ciudad como las demás, sometida a la atracción de la metrópoli, de tamaño inestable y con un ordenamiento del suelo no distinto del habitual.

El movimiento de Howard tiene una gran influencia en Europa. A partir de 1900 un gran número de suburbios  de las principales ciudades de Europa adoptan la forma de las ciudades-jardín. El término de ciudad-jardín debe entenderse con las limitaciones mencionadas, esto es, no se trata de ciudades, sino de barrios satélites de una ciudad, dotados de una favorable relación entre edificios y zonas verdes y sujetos a determinados vínculos, para respetar el carácter del ambiente.

 

La ciudad lineal de Arturo Soria:

Impresionado por la congestión de la ciudad tradicional, desarrollada concéntricamente alrededor de un núcleo, Soria propone una alternativa radical: una cinta de ancho limitado y longitud ilimitada, recorrida a lo largo de su eje por una o más líneas férreas. En esta ciudad la calle central deberá tener una anchura mínima de cuarenta metros, estar dotada de arboleda y, por su parte central, recorrida por el ferrocarril eléctrico; las calles transversales tendrían una longitud aproximada de 200 metros y una anchura de veinte; los edificios solo podrían ocupar una quinta parte del terreno, la parcela mínima comprendería 400 metros cuadrados, de los cuales 80 se destinarían a vivienda y 320 a jardín.

Soria piensa en una ciudad extensiva, de pequeñas villas aisladas. Se remite en el aspecto socioeconómico a las teorías de Henry George y es consciente de que para llevar a cabo su ciudad necesita disponer de nuevos instrumentos jurídicos para la dirección del suelo; en este aspecto el modelo de Soria recuerda al de Howard, precisamente porque supone un intento de eliminar, en el seno de una economía capitalista, los inconvenientes derivados de la organización capitalista de la propiedad del suelo.

Soria trató de llevar a la práctica su modelo y proyectó una ciudad lineal extendida en forma de herradura en torno a Madrid, pero el proyecto fue desvirtuado por el crecimiento de la periferia de Madrid.

 

 El Art Nouveau:

Hacia 1890 la cultura tradicional entra rápidamente en crisis. El esfuerzo por mantener unidas las diversas experiencias arquitectónicas dentro del marco del historicismo, gastado y desgarrado en todos los sentidos, está agotándose, en tanto que los motivos para una renovación de la arquitectura (renovación de orden técnico como los progresos constructivos o de orden cultural, como los planteamientos del movimiento Arts and Crafts) han crecido lo bastante como para abarcar el problema general del lenguaje y proponer una alternativa coherente a la sumisión a los estilos históricos. Así, en arquitectura se van a producir edificios que no pertenecen a ningún estilo del pasado; los motivos ornamentales utilizados, inspirados en la naturaleza, sin recurrir a la historia, no hacen referencia a ningún estilo del pasado clásico.

Este paso tiene lugar precisamente en la última década del XIX y pone en marcha la cultura arquitectónica en su conjunto y no por sectores separados. Se trata de un periodo de excepcional actividad en el campo teórico y práctico; se suceden en muy poco tiempo experiencias e ideas cada vez más audaces, atenuando o eliminando del repertorio arquitectónico las habituales referencias estilísticas y transformando continuamente el repertorio así renovado.

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