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C.K. Williams recita poesía sobre juventud y vejez. – Charla TED2001

Charla «C.K. Williams recita poesía sobre juventud y vejez.» de TED2001 en español.

El poeta C.K. Williams lee su obra en TED2001. Mientras traza escenas de rencor infantil, amores universitarios, vecinos extraños y la muerte literal de la juventud, nos recuerda los desafíos únicos de la vida.

  • Autor/a de la charla: C.K. Williams
  • Fecha de grabación: 2001-02-09
  • Fecha de publicación: 2009-03-30
  • Duración de «C.K. Williams recita poesía sobre juventud y vejez.»: 1397 segundos

 

Traducción de «C.K. Williams recita poesía sobre juventud y vejez.» en español.

Pensé que podría leer poemas relacionados con el tema de la juventud y la vejez.

Quedé impresionado al descubrir cuántos tenía.

El primero está dedicado a Spencer y a su abuela, a quien le horrorizaba su obra.

Mi poema se llama «Mugre».

Mi abuela lava mi boca con jabón, ha pasado un largo medio siglo y aún se acerca a mí con esa gruesa y cruel barra amarilla.

Todo por una palabra que dije que ni siquiera fue dicha, sólo repetida.

Pero, «Abre», me dice, «¡Ábrela!», su mano arañando mi cabeza.

Ahora sé que su vida fue difícil, perdió tres hijas siendo bebés, luego murió su esposo, dejando hijos jóvenes y nada de dinero.

Me sostenía en el lavabo para orinar, porque nunca había espacio en el inodoro.

Pero, ¡oh, el jabón!

¿Pudo su ardiente amargura haberme transformado en poeta?

La calle donde vivía no estaba pavimentada, Su apartamento, dos estrechos cuartos y una fétida cocina donde me seguía y atrapaba.

¿Me atrevería a admitir que después de que lo hiciera jamás volví a quererla?

Ella vivió hasta los cien, incluso entonces.

Siempre la tristeza, la miseria, pero yo nunca, hasta ahora, volví a quererla.

Cuando esto se publicó en una revista recibí una furiosa carta de mi tío.

«Has difamado a una gran mujer».

Hizo falta un poco de diplomacia.

Este se llama «El vestido».

Es un poema más largo.

En esos días, esos días que sólo existen para mí ahora como la más elusiva de las memorias, cuando el primer sonido que oías en la mañana era el tormentoso cantar de los pájaros, después, el suave sonido de las pezuñas del caballo arrastrando la carreta de leche por el barrio, y el último sonido de la noche, usualmente, sería tu padre aparcando el auto, después de trabajar hasta tarde, siempre tarde, y yendo pesado al sótano, a la caldera, a sacudirse la ceniza y sofocar el frío antes de subir las escaleras y caer en la cama…

en esos días lejanos, las mujeres, mi madre, las amigas de mi madre, nuestras vecinas, todas las mujeres que conocía…

llevaban, durante casi todo el día, lo que se llamaban «batas de casa».

Baratos, estampados, pulposos, sin forma ni propósito aparentes, ligeros blusones de algodón llevados sobre el camisón y, cuando había que buscar a un niño, colgar la ropa en el tendedero, o correr al supermercado de la esquina, debajo del abrigo, el dobladillo torcido del camisón siempre lacio y amarillento, colgaba debajo.

Más aún que los rulos que algunas mujeres parecían tener constantemente en el cabello preparándose para un gran evento…

un baile, pensaría uno…

que nunca se celebró; más que la forma en que los rostros de casi todas no sólo estaban sin maquillar durante el día, sino que parecían deshechos, decolorados, y, con sus cejas depiladas, aterradoras máscaras, eran sobre todo esos vestidos los que hacían a las mujeres irreconocibles y prohibidas, adeptas de enigmas a los que los hombres jamás tendrían acceso, y los niños no tendrían noción.

Sólo después vería a estos vestidos también como una proclamación: que en tu oscura cocina, tu lavandero, tu lóbrego jardín de cemento, lo que revelabas de ti misma era una fábula; tu verdadera naturaleza sensual, velada en esos vestidos asexuados, era tu dominio absoluto.

En esos días, también ocultábamos mucho: los hombres adultos no abrazaban a otro hombre, a no ser que alguien hubiera muerto, y no siempre; estrechabas las manos o, en un partido, palmeabas la espalda de tu amigo e intercambiabas golpes que se suponía eran códigos de afecto; después de la infancia jamás volverías a sentir el sobresalto de la barba de tu padre en tu mejilla, no hasta que las costumbres, al fin, evolucionaron y podías abrazar a otro hombre, luego esperar un momento, e incluso besarle (la barba de tu padre ahora blanca y tiesa).

Qué liberación, el abrazo: aunque éramos cautelosos (parecía muy audaz) cuánta alegría silente había en esa afirmación de igualdad y comunión, no importa cuántos malentendidos y dolor habían pasado entre nosotros…

Sabíamos muy poco en aquellos días, tan poco como ahora, supongo sobre cómo curar esas heridas: incluso las mujeres, en sus mejores vestidos, con abalorios y lentejuelas cosidos en sus corpiños, incluso con lápiz de labios y rímel su pelo flotando, sólo podían quedarse ahí, retorciéndose las manos, suplicando paz, mientras padre e hijo, brutos, cual ladrones, como romanos, hervían y bufaban y odiaban, causando penas que perduraban, al menos las peores, a través del beso y el abrazo, sangrando de hermano a hermano, a través de generaciones.

En esos días todavía el campo estaba cerca de la ciudad, granjas, maizales, vacas; incluso cerca de nuestro edificio con sus borrosos ladrillos y su largo pasillo sombrío podías encontrar caminos con colinas y árboles e imaginar que había montañas y bosques.

O hasta podías salir tú solo a una larga parcela vacía, entre los arbustos: como una criatura de hojas merodeabas, en cuclillas, arrastrándote, simplificado, salvaje, solo; ya sentías el deseo de ser más simple, deseabas, cuando te llamaban, nunca regresar.


(Aplausos)
Este es otro poema largo, sobre la vejez y la juventud.

Pasó justo cuando nos conocimos.

Parte del poema transcurre en el espacio y en el tiempo que compartimos.

Se llama «La vecina».

Sus cinco pequeños perros, horribles y deformes que ladran incesantemente en la terraza bajo mi ventana.

Sus gatos, Dios sabe cuántos, que deben mearse en sus alfombras, su rellano un tufo enfermizo.

Su sombra una vez, hurgando en la cadena de su puerta, después, un portazo temeroso, sólo los ladridos y la música…

jazz…

filtrándose, día y noche, al pasillo.

Esa vez era Chris Connor cantando «Lush Life»…

cómo me recordó a mi amor universitario, mi primer gran amor, quien…

hasta que la dejé…

ponía el mismo disco.

Su cabeza en mi hombro, su mano en mi muslo, cantaba dulcemente, sobre lamentos y agotamientos para los que era muy joven, como muy joven era yo, después, para creer en su dolor.

Me asustaba, luego aburría, luego me repelía.

Comencé a imaginar que ella acabaría en un atolladero, en el pueblo, que sería mi vecina.

Imaginaba que nos encontraríamos, nos reconoceríamos, nos haríamos amigos, que cumpliría una penitencia.

Imaginaba verla, no era ella, en el buzón.

Cabello amarillo grisáceo, pantalones militares bajo un camisón, dándome la espalda, escondiendo su rostro deshecho en sus manos, murmurando un inapropiado «Hola».

A veces, suceden cosas aterradoras en la escalera.

Un hombre gritando «¡Cállate!».

Los perros gruñendo frenéticos, sus garras escarbando, después su…

su voz ronca, áspera, apagada, casi sólo un tono, incoherente, una nota, un graznido, hueso sobre metal, metal derretido, llamándoles, «Regresen, amados, regresen, queridos.

Mis dulces ángeles, regresen».

Ella era Medea cuando volví a verla.

Hechicera, en trance, extasiada, paralizada en la acera un harapiento abrigo colgando boquiabierto, los peatones flotando a su alrededor, su boca, repentinamente abierta como en un grito, aunque silencioso, cual si sólo en su cerebro o en su pecho, hubiera estallado.

Un llanto tan puro, experto, distante, que no necesitaba una voz, o ya nunca podría soportarla.

Estos vínculos invisibles que encandilan, estas transfiguraciones, su angustia, que nos sostienen.

La joven, mi antiguo amor, la última vez que la vi cuando vino a buscarme en una fiesta, sus embriagados tropiezos, cayendo, tumbada, la falda subida, rojas las venas de sus ojos, henchidos de lágrimas, su vergüenza, su deshonor.

Mi ignorante, arrogante grosería, mi orgullo secreto, mi huída.

Naturaleza muerta en una azotea, árboles muertos en barriles, un banco roto, perros, excremento, el cielo.

¿Qué senderos a través del dolor, qué coyunturas de vulnerabilidad, qué cruces y qué antagonismos?

Ya hay demasiadas vidas en nuestras vidas, demasiadas oportunidades para la pena, demasiados pasados perdidos.

«Contémplame», el dios del frenético, inagotable amor, dice, erigiéndose en esplendor sangriento, «Contémplame».

Ella sigue su camino por las sucias escaleras del vestíbulo, un agonizante paso a la vez.

Yo sujetando la puerta.

Ella cruzando las fragmentadas baldosas, vacilando en el escalón hacia la calle, canturreando, sin mirarme, «

¿Puedes ayudarme?

» Tomándome del hombro, apoyándose suavemente en mí.

Su titubeante paso en el mundo.

Su susurro, «Gracias, amor».

Suave, suavemente en mí.


(Aplausos)
Creo que voy a animar esto un poco.


(Risas)
Otro poema algo diferente sobre juventud y vejez.

Se llama «Gas».


(Risas)
Qué agradable sería, pienso, cuando la señora del pelo azul en la sala de espera del médico se incline sobre la mesa de las revistas y se tire un pedo, uno pequeño, y se ruborice violentamente.

Qué bueno sería si el gas intestinal viniera transformado en nubes visibles, para que ella pudiera ver que su inofensivo «pop» casi me ha rozado la cara antes de alejarse lentamente.


(Risas)
Además, el que esto ocurriera ahora es una agradable coincidencia.

Porque no hace ni una hora, cuando estábamos paseando, mi perro se asustó con un petardo y saltó como un caballo encabritado.

Y eso me recordó el establo donde trabajé los fines de semana cuando tenía 12 años, y un espléndido semental moteado, que, no importa quién lo montase, coceaba justo así, aunque más fuerte, claro, inmenso, reluciente, resplandeciente.

Y la mujer, su abochornada cara ahora enterrada en su «Elle», me recordaba…

Había olvidado que lo que más me impresionaba era el hecho de que, con cada salto el caballo se tiraba un poderoso pedo.

¡Fuap! ¡Fuap! ¡Fuap! Algo que nunca se menciona en las docenas de libros sobre caballos y sus jinetes que yo devoraba en esos días.

Toda esa grandeza salvaje, los férreos y destellantes cascos, las erupciones que surgían de las poderosas tripas de la criatura, sin respirar, corazón quieto, fosas nasales abiertas en furia, yo no sabía si quería domarlo, o ser él.


(Risas)

(Aplausos)
Este se llama «Sed».

Muchos…

casi todos mis poemas son poemas urbanos.

Estoy leyendo unos que no lo son.

«Sed».

Esta fue mi relación con la mujer que vivió todo el otoño e invierno pasados, día y noche, en un banco en la estación de metro de la calle 103, hasta que, un día, desapareció.

Nos mirábamos, nos escrutamos el uno al otro.

Yo, tímida, oblicuamente, tratando de no parecer sospechoso.

Ella, descaradamente, sin pestañear, hasta beligerante, iracunda incluso, cuando su botella se vaciaba.

Me daba miedo.

Me sentía como un niño.

Tenía miedo de que alguna parte mía reprimida perdiera el control, y me quedara atrapado para siempre en la terrible furia de su hedor.

No solamente de excremento, no sólo superficie y orificio desaseado, vahos de ron, había una voluntad en ello, e intención, poder y propósito.

Una ira social, ética, y rebelión.

Aunque también desesperación, dolor, pérdida.

A veces pensaba que debía llevarla a casa, bañarla, consolarla, vestirla.

Ella no lo hubiera querido, pensaba.

En vez de eso, yo subía a mi tren.

Qué suntuoso, pensaba, es el léxico de nuestra auto-absolución.

Qué duradera nuestra anodina y mortal convicción de que la reflexión es la rectitud consumada.

La danza de nuestras miradas, el choque, halándonos por nuestras perforaciones perceptuales, luego el holocausto, holocausto.

Anfitriones de presencias enfermas, heridas, perdidos, consumidos.

Sé que su vigilia continúa en algún lugar.

Su ocupación, su absoluta y fiel asistencia.

La danza de nuestras miradas, desafío, abdicación, lo obliterado, el perfume de nuestra consternación.


(Aplausos)
Este es un poema más reciente, un poema nuevo.

Se llama «Esto ocurrió».

Una estudiante, una mujer joven en el rellano del cuarto piso de su liceo, apoyada en la repisa de una ventana abierta hablando con amigos entre clases; un profesor pasa y le reprende, «Ten cuidado, podrías caer», casi bromeando, la reprende, «Podrías caer», y la joven, de dieciocho, una chica en realidad, aunque ella no lo creía, siendo tan brillante, la primera de su clase, y «Bella, además», como suelen decirle, le devuelve la sonrisa y se apoya en la ventana abierta, que ni siquiera estaría abierta si fuera invierno.

Si fuera invierno, alguien la habría cerrado («¡Ciérrenla!») se apoya en la ventana, más allá, todavía sonriendo, más y más allá, aunque todo ocurre en poco tiempo, en verdad un instante, y se deja caer.

Se deja caer.

Un impulso casual, un capricho, en el que nunca había pensado, a duras penas lo piensa ahora…

No, más que un impulso o un capricho, la joven sabe lo que está haciendo, la joven pretende algo, la joven pretende pretender, porque se le ocurre que, en ese instante, bella o no, inteligente o no, ella no es quien es, ella no es la persona que es, y la razón, repentinamente se da cuenta, es que demasiada premeditación la ha llevado hasta allí, tanto pensar y planificar, casi no hay nadie donde ella está, o si hay alguien, no es ella, o no enteramente ella, es un ser en que ella habita, donde ella vive, y aparentemente, mientras lo piensa, ella reconoce el elemento que faltaba: gracia, no premeditación, sino gracia, un estar en el mundo espontáneamente, con gracia.

El mundo era un peso sobre mí, Pesaba este ser que agraciaba el mundo pero nunca fue totalmente sí mismo.

El ser pesado que pesaba sobre mí, cuya liberación es lo que deseo y lo que logro.

Y la joven recuerda, en ese instante infinito, ya muchas veces dividido, la tristeza que una vez sintió, apenas sabiendo que la sentía, simplemente al habitarse a sí misma.

Sí, la joven cae, es absurdo caer, incluso la tierra, con su obligación de tomar para sí todo lo que cae debe saber que caer es absurdo, pero la joven que cae no soy yo, ni yo soy ella, sino un ser que tomé por voluntad propia como mío.

Por siempre.

Con gracia.

Esto ocurrió.


(Aplausos)
Sólo leeré otro más.

No suelo decir eso.

Me gusta sólo terminar.

Pero temo que Ricky vendrá aquí y agitará el puño frente a mí.

Este se llama «Viejo», bastante apropiado.

Especial.

Tetas grandes.

Dice el anuncio de una revista erótica del kiosco de nuestro barrio.

Pero olvida sus pechos.

Una exuberante rubia, de frescos labios, su piel dorada, se abre allí, resplandeciente.

Casi 60, y sin embargo estas casi intangibles, apenas mejores que prostitutas, aún me excitan.

Puede que el paso a la adultez en la sensual oscuridad estadounidense, sin haber visto nunca un pezón terso, una vagina sin censura, me haya dejado infectado para siempre de una lujuria ocular inextinguible.

Siempre, ese murmullo erótico, no me reconozco si no estoy en un estado de incipiente deseo.

Aún así, Dios sabe que hay peores destinos para nuestras obsesiones.

El año pasado en Israel, un joven Rabino ultra ortodoxo que guiaba unas adolescentes por la Sinagoga de Shoah les prohibió mirar en una habitación.

Porque había imágenes que decía eran licenciosas.

Lo que había era una foto.

Hombres y mujeres desnudos, algunos tratando de cubrir sus genitales, otros demasiado asustados para preocuparse, alineados en la nieve esperando ser disparados y tirados en un hoyo.

Las chicas, para mi horror, apartaron la mirada.

Qué clase de desconfianza carnal les había enseñado su maestro.

Y más aún, otra confesión.

Una vez, en un libro de la Polonia de pre-guerra, un retrato de estudio, un ángel absoluto, con ojos atormentados, atormentadores.

Siempre volvía a su página.

Haber muerto en los campos la hacía…

Ni siquiera me atrevía a preguntarme por qué…

más presente, más preciada.

Murió en los campos, eso también solían…

o los Judíos…

lo ocultaban de sus hijos, en esos tiempos.

Pero era como el sexo, no tenían que decírtelo.

Sexo y muerte, cuán cercanos pueden parecer.

Ahora, siempre consciente de la cercanía de la muerte, a veces creo que los confundo.

La belleza de mi esposa casi me consume.

Mi pasión por ella trasciende los límites razonables.

Cuando hacemos el amor, ella abrazándome, en todas partes a mi alrededor, estoy allí y no estoy.

Mi mente rebosa, un caos de rostros, voces, impresiones, revivo mi vida, como si me estuviera ahogando.

Luego me ahogo, en desesperación al tener que dejarle, esto, todas las cosas, todo, insoportable, horroroso.

Ser capaz de morir sin especial arrepentimiento, sin que me hayan matado, o esclavizado.

Y sin haber conocido la próxima regresión, o furia, de la historia, puede ser un alivio.

No.

Otra vez, no.

No quise decir eso ni por un momento.

Lo que quiero decir es que el mundo me ciñe tan fuertemente…

lo bueno y lo malo…

mis propias locuras y debilidades que incluso esta falsa Venus con su fingido celo y su seno, probablemente engordado con gel, me conmueve tanto que mi respiración se detiene.

Vampiresa.

Sirena.

Seductora.

Revela mucho más de lo que ella sabe en su brillante mirada de tinta.

Cómo encarna nuestra desesperada necesidad humana de consideración, nuestra pasión por vivir en la belleza, por ser la belleza, sentir miradas de adoración, al menos, algo como el amor, o el amor.

Gracias.


(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/c_k_williams_poetry_of_youth_and_age/

 

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