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El SOL en las religiones de la antigüedad y en la mitología

Parece lógico que el hombre primitivo asociara los fenómenos naturales a fuerzas sobrenaturales y que los adorara como dioses del Sol, el rayo o la lluvia, ya que no tenía otra explicación para las causas de su existencia o de sus efectos sobre su vida diaria.

Así, la historia de las religiones forma parte importante de la historia de la humanidad.

Si aceptamos que la religión es la afirmación de la existencia de poderes sobrenaturales —personales o impersonales—, en el pensamiento, la conducta y los deseos del hombre, podemos entender que éste se haya sentido dependiente de esos poderes y haya tratado de ganarlos para sí, o elevarse hacia ellos.

Por su concepción del mundo, los pueblos primitivos creían ver en todo lo que les rodeaba los efectos de las fuerzas mágicas o de los espíritus.

Hasta en los sistemas metafísicos completamente cultos de las altas religiones se manifiesta el pensamiento del hombre religioso en una sobresaturación de formas que intentan aclarar los orígenes de la vida. A través de las experiencias cotidianas, busca dirigirse a la metafísica o lo sobrenatural.

El mito, que en griego (mythos) significa relato, y después, en el lenguaje de los filósofos, tomó un sentido más restringido: «relato fantástico, inventado o falso (por oposición al logos, discurso razonado)» vino a designar precisamente los relatos de origen religioso, en los cuales los pensadores habían dejado de creer.

Los mitos, aun siendo oscuros desde el punto de vista racional, escondían verdades profundas bajo la apariencia de cuentos fantásticos (alegorías) o bien contenían hechos históricos reales deformados por la imaginación popular.

Para algunos investigadores el mito es una transposición libre e imaginativa de las experiencias humanas, mientras que, para otros, representa una tentativa rudimentaria de explicación de los fenómenos naturales. Sin embargo, no debe olvidarse el carácter específicamente religioso del mito.

Por lo general, los mitos narran los orígenes de los fenómenos naturales, pero no tratan de explicarlos. El mito garantiza, ante todo, la estabilidad de la realidad existente (el cielo no se desplomará, el Sol saldrá todos los días, el fuego no desaparecerá). Evoca también los orígenes de la preocupaciones del hombre: la vejez, la muerte, las enfermedades, la guerra.

Todos los hechos adquieren sentido si se ubican en el tiempo de sus origenes y sobre ellos se establece un orden humano. Siendo el Sol la fuente principal de la vida, es natural que haya sido la figura central en casi todas las religiones o mitologías primitivas. Desde el origen de la humanidad, se ha reconocido al Sol como una fuerza esencial.

EL SOL EN LA RELIGIÓN EGIPCIA

La cosmogonía egipcia es una colección de creencias antiguas relacionadas con la Creación y el origen del Universo. Según éstas, el Universo estaba originalmente lleno de un océano primario e inmóvil llamado Nu (caos), a partir del cual surgieron la tierra y el agua.

Sobre el origen del dios Sol y otros dioses celestes existían un gran número de mitos, que describían el cielo como el océano por donde viajaban, en barcos, el Sol, la Luna y las estrellas.

La aparición del Sol por las mañanas se explicaba por la existencia de un río subterráneo, por donde el Sol atravesaba de noche el bajo mundo.

En la más famosa de las tres tradiciones cosmogónicas principales, la de Heliópolis, en el Bajo Egipto, Atum emergió de los desperdicios de Nu y descansó en la colina original. En el año 2300 a.C., Atum se relacionó con Ra, el dios Sol, como símbolo del advenimiento de la luz en oscuridad de Nu. Atum dio existencia a la primera pareja divina: Shu (el aire seco) y Tefnut (la humedad). Según la tradición, Atum es separado de Shu y Tefnut. Pero en su reencuentro, al llorar de alegría, sus lágrimas se transformaron en el hombre.

En el Alto Egipto (Hermópolis) emergen ocho deidades de Nu, las que crearon una flor de loto —que flotaba en las aguas de Nu— de la cual surgió el dios Sol, Ra.

La creación es el resultado de la voluntad del dios Sol, al nacer como un niño entre los pétalos de un loto. A este mito corresponde la ofrenda, en los templos, de un loto de oro que evoca el cotidiano regreso de la luz y una creación recomenzada.

En el transcurso del tiempo, muchos dioses se convirtieron en dioses Sol bajo las formas de Amon-Ra y Khnum-Ra, entre otros; lo cual significaba el reconocimiento, en cada uno de ellos, de la fuerza creadora del Sol. Osiris es, por ejemplo, el dios de la eterna renovación.

En la religión sumeria también aparece el dios Ud o Utu, «luz», ocupando un lugar central, como el dispensador de toda posibilidad de vida. El Sol es también —al igual que en la religión hitita— un elemento fundamental de la alegría de vivir y de la fuerza vital de la naturaleza. El hombre busca el amparo de la claridad del Sol, siempre en lucha con la oscuridad y los poderes malignos que en ella se ocultan.

Disco solar

EL SOL EN LAS RELIGIONES MESOAMERICANAS

Desde su infancia, el mexicano oía decir que había venido al mundo para dar su corazón y su sangre a «nuestra madre y nuestro padre: la Tierra y el Sol» (intonan intota tlaltecuhtli tonatiah).

Sabe que si muere sacrificado lo espera una eternidad grandiosa, primero al lado del dios solar y más tarde reencarnando, bajo la forma de un colibrí

Para los aztecas, el Sol es un dios que se ha sacrificado, que ha querido morir para renacer eternamente.

Los sacrificios que realizaban los aztecas con exaltación y esperanza constituían un deber cósmico: el Sol sólo se elevaría, la lluvia sólo descendería, el maíz sólo surgiría de la tierra y el tiempo sólo proseguiría su curso si se consumaban los sacrificios.

La sangre de los hombres era la fuerza vital del Sol. Así, Huitzilopochtli —el Sol grande y duro de mediodía— se anuncia, en el himno ritual que le está dedicado, con el grito «yo soy el que ha hecho salir el Sol».

Huitzilopochtli es el dios de los nómadas, de los guerreros y de los cazadores que vinieron de las estepas desérticas. Promete, a los que lo siguen, la muerte violenta del sacrificio y la alegría del cortejo solar.

Los aztecas se consideraban «el pueblo del Sol»; su deber consistía en hacer la guerra cósmica para dar al Sol su alimento.

El bienestar y la supervivencia misma del universo dependía de las ofrendas de sangre y de corazones al Sol.

La salida cotidiana del Sol se iniciaba desde la media noche y, al amanecer, lo escoltaba un deslumbrante séquito integrado por los espíritus corporizados de los guerreros muertos en combate. A mediodía, el cadáver del Sol era conducido por el correspondiente séquito de las mujeres muertas en el parto, a la manera de los guerreros combatientes, y así al infinito el drama de la muerte y la resurrección.

En un ciclo de vida más amplio, consideraban al Sol en el curso de un año, lo imaginaban moviéndose por el cielo de sur a norte y de norte a sur. Esto se ha considerado como un reflejo de su conocimiento acerca de los solsticios y los equinoccios.

Los astrónomos mesoamericanos colocaron al Sol en la más alta jerarquía del cielo, como el máximo dispensador de bienes a la Tierra y al hombre.

Lo representaban en forma de disco y hablaban de su muerte diaria, aunque siempre supieron que era el mismo que aparecía todas las mañanas. Los pueblos del altiplano situaban, en sus cosmogonías, la creación del Sol en Teotihuacan.

El sentido astronómico del sol lo conservaron los quichés en su libro sagrado, el Popol Vuh: «Cuando sólo el cielo existía, y los dioses mismos estaban en una claridad deslumbrante[…] sólo la luz se mostraba en lo increado.»

LA LEYENDA DE LOS CINCO SOLES

Los mitos maya y nahua afirmaban que la era del quinto Sol —en la que se supone que vivimos— está en declinación. Las criaturas de la Tierra sufren continuamente al ser probadas por los dioses; cuando alguna especie falla, perece con el Sol al que pertenece.

Existían varias versiones de la bella leyenda del nacimiento y muerte de los soles.

En los Anales de Cuauhtitlán, una versión nahua relata que la primera de las cinco eras —cuatro de las cuales habían fenecido hacía mucho tiempo— estaba representada por el ocelote.

Este era el reino del poder instintivo que habitaba en la forma de un animal y en la obscuridad. Ninguno de estos habitantes se salvó de la extinción: los ocelotes los devoraron a todos. Después llegó el Sol del Aire, la era del espíritu puro. El hombre de esta era se transformó en mono.

Posteriormente vino el Sol de Lluvia y del Fuego, pero sus criaturas también estaban destinadas a perecer, excepto los pájaros capaces de volar para salvarse.

El último de los cuatro soles era el Sol del Agua, durante cuya era fueron creados los peces. Este Sol pereció en una inundación.

Los cuatro soles: de la energía animal de la tierra, del aire, del fuego y del agua, representaban, evidentemente, los cuatro elementos, cada uno de los cuales estaba condenado a morir.

Sólo cuando nació el quinto Sol —Naollín (cuatro movimientos)— fue posible, para los cuatro elementos separados, unirse y formar el Sol viviente de hoy. No podemos, sin embargo, considerar que el Sol es inmortal, sólo lo será si la humanidad es capaz de alcanzar la redención, que hemos visto representada en los nombres de los 20 días del calendario maya. Los nahuas también tenían un simbolismo para este proceso regenerativo que es la finalidad última de la creación.

Si esta finalidad no se alcanza, el mundo será destruido.

Una danza indígena —que permanece en la actualidad como vestigio de un ritual anterior a la Conquista— representa la danza de los cuatro soles y la muerte, por turno, de cada uno de ellos. Sólo pueden renacer a través del poder del quinto sol, el cual gira a gran velocidad en el centro. Otra vez vemos en ella a los cuatro elementos, inertes e indefensos cuando están separados, y como generadores de vida cuando se unen en el movimiento.

A diferencia de los mitos, en las religiones mesoamericanas se observa una gran preocupación en torno a la constitución misma del Sol y a sus movimientos —consideraban a la Tierra inmóvil con respecto al Sol—. Su interés se ve, por ejemplo, en el estudio de los pasos del Sol por el cenit de Teotihuacan, o en la conciencia de que cuando el astro estaba más lejos producía menos calor y quemaba con intensidad cuando estaba más próximo. El calendario azteca es una bella muestra del alcance de los conocimientos de este pueblo en relación con los movimientos del Sol.

A medida que las civilizaciones han avanzado en el conocimiento de los fenómenos naturales, se ha ido perdiendo la mistificación del Sol para dar paso a su descripción científica.

El primer intento por describir al Sol como un cuerpo celeste separado de conceptos mitológicos o religiosos se debió a Anaxágoras en el siglo V a.C. Suponía que el Sol era una masa de hierro al rojo, más grande que el Peloponeso. Su suposición estaba basada en la observación de un meteorito que cayó en Aegospotamia y que él consideró que provenía del Sol.

Con el descubrimiento del telescopio, Galileo Galilei, Johannes Fabricius, Christoph Sheiner y Thomas Harriot —casi simultáneamente (1610-1611)— descubrieron las manchas solares.

Fue Galileo el que reconoció su verdadera naturaleza de fenómenos solares. Dos siglos después, en 1843, tras haber realizado observaciones del Sol durante 33 años, Samuel Heinrich Schwabe, un aficionado a la astronomía, anunció que el número promedio de manchas solares variaba cíclicamente en un periodo de casi 10 años. En 1852 se precisó el periodo en 11.2 años y se reconoció la posibilidad de la existencia de un periodo de 80 años.

Muchos de los importantes avances logrados en la astronomía solar fueron resultado de la construcción de nuevos telescopios. La naturaleza física y química de las manchas solares se reconoció sólo después del desarrollo del espectroscopio.

Actualmente el Sol está clasificado como una estrella GIV, distante 1.5 x 108 km de nuestro planeta. Sin embargo, no se ha perdido su asociación con la fuerza vital que renueva e ilumina la vida del hombre.

Miles de años antes de que los primeros hombres se maravillaran ante la presencia del Sol, las plantas ya utilizaban la energía solar para obtener, mediante complejas reacciones fotoquímicas, las sustancias orgánicas básicas para desarrollar sus funciones vitales.

Cómo las plantas absorben la energía solar, la almacenan y transforman en energía química es el contenido del siguiente capítulo.

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