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¿Cuántas vidas puedes vivir? – Charla TEDxEast

Charla «¿Cuántas vidas puedes vivir?» de TEDxEast en español.

Poeta de palabra-hablada Sarah Kay estaba sorprendida que no pudiera ser princesa, bailarina, y astronauta en una misma vida. En esta plática, comparte dos poemas poderosos que nos enseñan cómo podemos vivir otras vidas.

  • Autor/a de la charla: Sarah Kay
  • Fecha de grabación: 2011-05-09
  • Fecha de publicación: 2011-12-04
  • Duración de «¿Cuántas vidas puedes vivir?»: 735 segundos

 

Traducción de «¿Cuántas vidas puedes vivir?» en español.

Veo la luna.

La luna me ve.

La luna ve a alguien a quien no veo.

Que Dios bendiga la luna, y que Dios me bendiga.

Y Dios bendiga ese alguien a quien no veo.

Si llego al cielo, antes que tú, abriré un espacio y te atraeré hacia él.

Y escribiré tu nombre en cada estrella, y con esto el mundo no parecerá tan lejos.

El astronauta no estará en el trabajo hoy.

Dice que está enfermo.

Ha apagado su teléfono celular, su laptop, su buscapersonas, su despertador.

Hay un gato gordo y amarillo dormido en su sofá, gotas de lluvia en la ventana y ni una pista de café en el aire de la cocina.

Todos ansiosos.

Los ingenieros en el piso 15 han dejado de trabajar en la máquina de partículas.

El cuarto de antigravedad está goteando, y hasta el niño pecoso y con lentes, cuyo único trabajo es sacar la basura, está nervioso, se le cae la bolsa, tira una cáscara de plátano y un vaso de papel.

Nadie se da cuenta.

Están ocupados recalculando lo que significa todo el tiempo perdido.

¿Cuántas galaxias estamos perdiendo por segundo? ¿Cuánto tiempo tenemos para lanzar próximo cohete? En algún lugar un electrón echa a volar su nube de energía.

Un hoyo negro ha erupcionado.

Una madre termina de poner la mesa para la cena.

Un maratón de La Ley y El Orden está empezando.

El astronauta está dormido.

Ha olvidado apagar su reloj de mano, el cuál marca como un pulso de metal contra su muñeca.

Él, no lo escucha.

Sueña con arrecife de coral y plancton.

Sus dedos encuentran los mástiles de vela de su almohada.

Se voltea a un lado, abre sus ojos una vez.

Piensa que los buzos deben tener el trabajo más maravilloso en el mundo.

¡Tanta agua para deslizarse! (Aplausos) Gracias.

Cuando era niña, no podía entender el concepto de que solo se puede vivir una vida.

No me refiero metafóricamente.

Quiero decir que literalmente pensaba que haría todo lo que se podía hacer y ser todo lo que se podía ser, era solo cuestión de tiempo.

Y no había limitación basada en edad o género o raza, o en un periodo de tiempo apropiado.

Estaba segura de que iba a tener la oportunidad de ser una líder del movimiento de derechos civiles, o una niña de 10 años que vive en un rancho durante la Cuenca de Polvo.

o una emperatriz de la Dinastía Tang en China.

Mi madre dice que cuando la gente me preguntaba qué quería ser cuando fuese mayor, mi respuesta típica era: princesa-bailarina-astronauta.

y lo que ella no comprende es que no intentaba yo inventar una súper profesión combinada.

Estaba listando cosas que pensaba que yo llegaría a ser: una princesa y una bailarina y una astronauta.

Estoy segura de que la lista era más larga, pero por lo general no me dejaban terminar.

Nunca fue una cuestión de sí haría algo, sino una pregunta de cuándo.

Y estaba segura de que si iba a hacer todo, probablemente tenía que hacerlo mío rápido porque había muchas cosas que tenía que hacer.

Así que mi vida estaba en constante apuro.

Siempre temía que me estuviera rezagada.

Y ya que crecí en la ciudad de Nueva York, hasta donde yo sé, estar de prisa es normal.

Pero conformé crecí me vino la triste comprensión, de que no iba a vivir más allá de una sola vida.

Solo sabía lo que se sentía ser una muchacha adolescente en la ciudad de Nueva York, no una muchacha adolescente en Nueva Zelanda, no una reina de gala escolar en Kansas.

Yo solo veía a través de mi lente.

Y fue por estas fechas que me obsesioné con historias, porqué a través de las historias podía ver por la lente de otra persona por breve o imperfecto que fuera.

Y ansiaba escuchar las experiencias de otras personas porque estaba tan celosa de que hubiera tantas vidas enteras que yo nunca llegaría a vivir, que quería escuchar sobre todo aquello que me estaba perdiendo.

Y por propiedad transitiva, me di cuenta de que alguna gente nunca llegaría a sentir lo que se siente ser una adolescente en la ciudad de Nueva York.

Lo que significa que nunca sabrían lo que se siente el primer viaje en metro después de haber recibido el primer beso o cuan silencioso es después de que cae la nieve, y quería que supieran, quería decirles.

Y esto se convirtió en el enfoque de mi obsesión.

Me ocupé en contar historias y compartir y coleccionar historias.

Y no fue hasta hace poco que me di cuenta de que no puedo apresurar la poesía.

En abril como parte del mes de la poesía nacional hay un reto en la cual participan mucho poetas de la comunidad de los poetas, y se llama el Reto de 30/30.

La idea es que escribas una nueva poesía cada día durante todo el mes de abril.

Y el año pasado yo participé por primera vez y estaba encantada con mi eficiencia de producir poesía.

Pero al final del mes revisé los 30 poemas que había escrito.

Descubrí que todos estaban intentando decir la misma historia, Qué me había tomado 30 intentos para descubrir cómo quería decirlo, y descubrí que esto es válido con otras historias más grandes.

Tengo historias que he intentado decir durante años, escribiendo una y otra vez, buscando sin parar las palabras correctas.

Existe un poeta y ensayista francés que se llama Paul Valéry que dijo que un poema nunca se termina, solo se abandona.

Y esto me aterroriza porque significa que podría continuar editando y volver a escribir para siempre y que soy yo la que debe decidir cuándo un poema está terminado y cuando tengo que dejarlo.

Esto va totalmente en contra de mi naturaleza obsesiva de encontrar las respuestas correctas y palabras perfectas en la forma correcta.

y uso poesía en mi vida, para ayudarme a navegar y resolver cosas.

Pero solo porque termine el poema, no significa que he solucionado lo que intentaba resolver.

Me gusta revisitar mi poesía pasada.

porque me muestra dónde estaba exactamente en ese momento y qué intentaba navegar y las palabras que escogí para ayudarme.

Ahora, tengo una historia con la que he luchado desde hace muchos años y no estoy segura de haber encontrado la forma perfecta, o si es tan solo un intento y la volveré a escribir después, buscando una mejor manera de contarla, pero sé que después, cuando mire atrás, sabré que aquí es donde estuve en este momento y esto es lo que intentaba navegar, con estas palabras, aquí, en este lugar, con Uds.

Así pues…

sonrían.

No siempre funcionó de esta manera.

Hubo un tiempo en que tenías que ensuciarte las manos.

Cuando estabas en la obscuridad, en su mayoría, tropezar era un hecho, si necesitabas más contraste, más saturación, oscuros más obscuros y brillos más brillantes, le llamaban ‘desarrollo prolongado’.

Pasabas más tiempo inhalando químicos, que llegaban hasta de las muñecas.

No siempre fue fácil.

El Abuelo Stewart era un fotógrafo de la Marina.

Joven, cara enrojecida con sus mangas enrolladas, puños de dedos como rollos gruesos de monedas, se parecía a Popeye el marino que había cobrado vida.

Sonrisa torcida, mechón de pelo en pecho, se presentó en la Segunda Guerra Mundial con sus sonrisas y un pasatiempo.

Cuando le preguntaron si sabía de fotografía, mintió.

Aprendió a leer Europa como un mapa, de arriba hacia abajo, desde la altura de un avión de combate, la cámara tomando fotos, parpadeando las obscuridades más obscuras y brillos más brillantes.

Aprendió la guerra como podía leer el camino a su hogar.

Cuando otros hombres regresaban, ponían sus armas a descansar, pero trajo las lentes y las cámaras consigo.

Abrió una tienda, lo convirtió en un tema familiar.

Mi padre nació en este mundo de blanco y negro.

Sus manos de baloncesto aprendieron los pequeños clics y a deslizar lentes a montura, rollo en la cámara, química en cesto de plástico.

Su padre sabía del equipo pero no el arte.

Sabía los oscuros, pero no los brillos.

Mi padre aprendió la magia, dedicó tiempo siguiendo la luz.

Una vez viajó por todo el país siguiendo un incendio forestal persiguiéndolo con su cámara por una semana.

«Sigue la luz», decía, «Sigue la luz».

Hay partes de mí que solo reconozco en fotografías.

El desván en la calle Wooster con sus pasillos que rechinaban, los techos de 3 metros de altura, paredes blancas y pisos fríos.

Este era la casa de mi madre.

Antes de ser madre, antes de ser esposa, ella era artista.

Y los únicos dos cuartos de la casa, con paredes que alcanzaban arriba hasta el techo, con puertas que se abrían y se cerraban, eran el baño y el cuarto oscuro.

Ella sola construyó el cuarto oscuro, con lavabos a la medida de acero inoxidable, y una cama ampliadora de 8 x 10 que se movía para arriba y para abajo con una manivela gigante.

Un banco de luces de colores equilibrados, un muro de vidrio blanco para ver impresos, un estante móvil en el muro para secar.

Mi madre se construyó un cuarto oscuro.

Lo hizo su hogar.

Se enamoró de un hombre con manos de baloncesto, con la manera que él veía la luz.

Se casaron.

Tuvieron una bebé.

Se mudaron a una casa cerca de un parque.

Pero se quedaron con el desván de la calle de Wooster, para fiestas de cumpleaños y búsqueda de tesoros.

La bebita desbalanceó la escala de grises, llenó los álbumes de fotos de sus padres con globos rojos y glaseados amarillo.

La bebita se convirtió en una niña sin pecas, con una sonrisa torcida, que no comprendía por qué sus amigos no tenían cuartos oscuros en sus casas, como nunca vieron a sus padres besarse, como nunca los vieron tomarse de la mano.

Pero un día, otro bebé apareció.

Este con cabello lacio perfecto y mejillas de chicle.

Lo llamaron camote.

Cuando reía, lo hacía tan estruendosamente que espantaba a las palomas de la escalera de emergencia.

Los 4 vivían en esa casa cerca del parque.

La niña sin pecas, el niño camote, el padre de baloncesto y la madre del cuarto oscuro, prendían sus velas y rezaban sus oraciones, y las esquinas de las fotos se rizaban.

Un día unas torres se derrumbaron.

Y la casa cerca del parque se convirtió en una casa bajo cenizas, así que escaparon con sus mochilas, en bicicletas a cuartos oscuros, pero el desván en la calle Wooster fue hecho para un artista, no para una familia de palomas, y paredes que no alcanzan el techo no contienen los gritos, y el hombre de manos de baloncesto puso sus armas a descansar.

No pudo pelear en esta guerra, y ningún mapa señalaba a su casa.

Sus manos ya no cabían en su cámara, ya no cabían en las de su esposa no cabían en su cuerpo.

El niño de camote aplastó sus puños en su boca hasta que ya no tuvo más que decir.

Así que la niña sin pecas fue a buscar tesoros por su cuenta.

Y en la calle Wooster, en el edificio con pasillos que rechinan y el desván con techos de 3 metros de altura y el cuarto oscuro con demasiados lavaderos, bajo luces de colores equilibrados, encontró una nota, sujetada contra la pared con una tachuela, que estaba ahí desde antes de las torres desde antes de los bebés.

Y la nota decía: «Un muchacho de verdad ama a la chica que trabaja en el cuarto oscuro».

Fue un año antes de que mi padre usara la cámara de nuevo.

La primera vez que salió, siguió las luces Navideñas, salpicadas en los árboles de Nueva York, pequeños puntos de luz que parpadeaban desde las oscuridades más oscuras.

Un año después viajó por el país para seguir el incendio forestal, se quedó una semana cazando con su cámara.

Estaba arrasando la costa occidental, comiendo camiones de dieciocho llantas en su camino.

En el otro lado del país, yo iba a clase y escribía un poema en las márgenes de mi cuaderno.

Los dos hemos aprendido el arte de la captura.

Quizás estamos aprendiendo el arte de abrazar.

Quizás estamos aprendiendo el arte de dejar ir.

(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/sarah_kay_how_many_lives_can_you_live/

 

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