Saltar al contenido
Deberes escolares » historia » BATALLAS DEL IMPERIO BIZANTINO

BATALLAS DEL IMPERIO BIZANTINO

 

 

  • Adrianópolis (378)
  • Decimum y Tricamarum (534)
  • Ravena (540)
  • Sitio de Sirmium (582)
  • Antioquía (613)
  • Jerusalén (614)
  • Sitio de Constantinopla (626)

Era Heraclio el emperador y estaba cumpliendo con una difícil campaña contra los persas sasánidas en 626, cuando estando en Lazica, muy lejos de la capital, se entera de que sus enemigos persas se habían aliado con los ávaros, los eslavos, gépidos y varias tribus bárbaras que por tierra y por mar pusieron sitio a Constantinopla.

No sería tarea fácil defender la enorme ciudad de las incontables hordas de guerreros aliadas con el disciplinado y eficiente ejército persa al mando del inteligente general Sahr Barz.

Inmediatamente se puso al frente de la defensa de la ciudad el patriarca Sergio, hombre muy popular en la capital, que veía cómo la religiosidad encendía los ánimos de la gente y procuraba que todos rezaran y pidieran a Dios que los proteja de los enemigos.

Las primeras acciones demostraron la gran superioridad de la flota bizantina sobre los barcos eslavos, quienes eran buenos navegantes pero no estaban bien organizados.

Obtenido el dominio de las aguas, los marinos bizantinos pudieron abastecer fácilmente a los habitantes sitiados, levantándoles la moral.

Días después, al atacar la flota bizantina a los sitiadores ávaros en tierra firme, estos entraron en pánico y huyeron, demostrando su desorganización, dejando solos a los persas.

Posteriormente Sahr Barz consideró que debía retirarse con parte de sus efectivos, hecho que fue aprovechado por Teodoro, hermano del emperador, que venció a las tropas persas apostadas frente a las murallas.

Los persas huyeron a Siria, levantando el sitio definitivamente, en lo que constituyó una de los hechos más recordados y dramáticos de toda la historia de Bizancio, porque no tenían al emperador, y fueron asediados por miles y miles de enemigos aliados en su contra.

 

La población tomó el hecho como algo divino, y agradeció con grandes festejos y con la confirmación de su fe ortodoxa.

    Nínive (627)

    Yarmuk (636)

    Sitio de Jerusalén (638)

    Sitio de Dvin (640)

    Sitio de Constantinopla (717—718)

    Akroinón (739)

    Chipre (747)

    Melitene y Teodosiópolis (752)

    Anquialos (763)

    Patras (805)

    Pliska (811)

Antecedentes.

Hacia el año 679 los turcos búlgaros irrumpieron desde el Noreste y después de rechazar al ejército imperial se establecieron en la región al sur del Danubio, dominando sobre la previa población romana y eslava. Latinos y griegos ‹los romanos o «bizantinos» de la época‹ sufrieron tan durísimo y sostenido maltrato que se llegó a su práctica desaparición en las areas rurales; en apenas un cuarto de siglo. Nuevas oleadas de tribus búlgaras ocuparon de inmediato su lugar. Ya en torno al 700, el kanato búlgaro se había constituido como un genuino estado; muy cohesionado y rival de Bizancio.

Dadas las dificultades en oriente, (terrible guerra de supervivencia frente a los árabes), el imperio no pudo reaccionar durante algún tiempo. Sin embargo, entre el 740 y 775, Constantino V, tan genial militar como buen administrador, fue capaz de recomponer la situación en gran medida; a fuerza de sucesivas y demoledoras campañas que debilitaron sobremanera al Reino de Bulgaria. Es muy probable que de haber vivido algo más tiempo el emperador iconoclasta o de haber tenido continuidad su política y bien hacer, Bulgaria hubiera sucumbido por entonces; tal vez hasta su total y definitiva desaparición como entidad política. El desastroso reinado de la santa emperatriz Irene, restauradora del culto a los iconos y reliquias, otorgó un precioso respiro a búlgaros y también a los árabes. Hacia el 802 todo el mundo podía ver la obra de los iconoclastas dilapidada, el tesoro vacío y los enemigos pujantes; la nación sumida en una crisis profunda y peligrosa. Irene, sin otro apoyo ya que el del clero, monjes y mujeres de cerradas convicciones en el dogma, se vió apartada del poder, substituida por el que fuera su ministro de hacienda, Nicéforo. Aquel hombre de números, iconófilo pero más sensato en política y diligente, se propuso enmendar, entre otras cosas, la situación exterior.

Consideraciones estratégicas

Parece fuera de toda duda que Nicéforo pretendía recuperar el tiempo perdido y asestar una derrota decisiva a los búlgaros; una operación a «gran escala», de tal entidad que permitiera anexionar su territorio y volver a colocar la frontera norte del imperio sobre el río Danubio. A buen seguro, la idea de que aquel propósito había sido algo muy posible de alcanzar hacía apenas un par de décadas, estaba presente en su ánimo y en el de los allegados.

En suma, el objetivo sería dar fín al Reino de Bulgaria. Aniquilado el estado y su ejército; una parte de la población sería diezmada, el resto sometida a un traslado forzoso y reasentada, (tal vez en areas de Anatolia) y, en cualquier caso, asimilada. Una práctica «revisionista» de la historia muy del agrado de los bizantinos, casi en cualquier época.

Desde el 807 Nicéforo había puesto en marcha valientes y enérgicas medidas financieras con el objetivo de recuperar la maltrecha hacienda del estado. En el año 809 lanza una expedición punitiva sobre territorio búlgaro cuyo objetivo es mostrar fuerza y disuadir al kan de hostigar las provincias bizantinas fronterizas; que de este modo se podrían terminar de re—colonizar y recuperar con seguridad para el imperio. Servirían como retaguardia estratégica para la futura ampliación hacia el norte. Francos y árabes parecían estar en el curso de un periodo de transición y no cabía esperar acción hostil de ninguno de ellos.

A principios del 811, el necesario capital para la gran campaña se había obtenido. Y en unos meses, de Enero a Mayo, se reunió la fuerza militar en la que se pensaba.

Teatro de Operaciones.

El escenario de la campaña sería todo el territorio de lo que entonces era el Reino de Bulgaria. Una vía ascendía cercana al mar Negro hasta Mesembria y Varna. Desde allí , girando al oeste se alcanzaba Pliska. Otro camino seguía la margen del río Maritsa, desde Adrianopolis hasta Filipópolis y después Serdica. Filipópolis se unía con Pliska vía Nicópolis—Trnovo. La región al sur y oeste de Pliska es montañosa, con alturas medias entre 1000 y 2000 metros. Se continúa después un arco con las cumbres más importantes de la cordillera balcánica.

El río Tica , tal vez el escenario preciso de la batalla, nace en el corazón de este macizo, no lejos de Pliska, y en línea casi recta en dirección noreste acaba desembocando en el mar Negro. No lejos de su origen da lugar a un valle de extensión muy notable con extremos relativamente angostos y flancos de suave ascenso al principio pero en los que se acaba por topar con alturas notables .

Plan estratégico.

Considerando los acontecimientos que después se desarrollaron, es casi seguro que se contó con un elaborado plan estratégico, con dos fases bien definidas:

Una primera de aproximación, concentrando el ejército en algún punto froterizo para después dejar trascurrrir cierto tiempo sin operar, (así se podría valorar bien la poderosa fuerza que se presentaba, deberían cundir el temor y desánimo entre los búlgaros); por último, sucesivas tentativas falsas de ataque en areas diversas servirían para confundir al enemigo, pretendiendo evitar que él a su vez concentrara también los efectivos.

La segunda etapa significaría una maniobra envolvente desde el este y oeste, 2 columnas confluyendo sobre la ciudad de Pliska, capital del reino búlgaro. En el intervalo, a ser posible en batalla campal, se trataría de destruir la mayor parte del ejército del kan.

Al final; se sometería el campo y resto de ciudades a un sistemático pillaje y horror. La repoblación y «bizantinización» del país se iniciaría sin solución de continuidad. Principio del formulario

Consideraciones tácticas

Componentes del ejército bizantino.

No cabe duda de que la calidad y el volumen relativo de la fuerza reunida por Nicéforo fue algo muy extraordinario, sin parangón en un largo periodo de tiempo, antes y después. Incluía a casi todas las tropas móviles de los Tágmata y la mayoría que conformaban los Temas de Asia Menor y Tracia. Además de estas unidades regulares también se movilizó a un numeroso grupo de ciudadanos «voluntarios», de extracción social baja, que llevaban sus propias provisiones y armas ligeras, (garrotes y hondas) y que fueron distribuidos en secciones auxiliares de otras mayores. (Se afirma que tales se extraían de entre los humildes que se habían visto muy beneficiados por las reformas de Nicéforo y que constituían un incondicional y agradecido grupo de apoyo al soberano).

Amén de los oficiales de todas las unidades que íban a combatir, Nicéforo tuvo a bien llamar a un amplio y reluctante elenco de cortesanos. Su hijo y segundo emperador Estauracio, su yerno y curopalates Miguel Rangabé, el Magister Teoctisto, sus amigos y ayudantes Teodosio Salibaras y Sisinio Trifillius, el antíguo ministro de Irene llamado Aecio, incluso el prefecto de Constantinopla cuyo nombre no nos ha llegado. Sorprende mucho tal concentración de figuras importantes; parece razonable suponer que el emperador pretendía asegurarse de que ninguno de ellos aprovechaba su ausencia en la capital para hacerse con el poder. Por el contrario deseaba que hubiera muchos y encumbrados «testigos de su triunfo».

Como siempre es muy difícil dar una cifra total; pero podría ser plausible hablar de unos 80.000 hombres en orden de combate.

Operaciones y desarrollo táctico.—

1ª Fase.

A finales de Junio del 811 la masa del ejército bizantino acampó en las inmediaciones de la ciudad fronteriza de Markellai y «se dejó ver». Exhibiendo tamaño y medios, las tropas permanecieron en el lugar no menos de una quincena de días. El efecto intimidatorio se verificó: el Kan Krum solícitó por medio de carta la paz, dispuesto a ceder en casi todo. Nicéforo, por supuesto, no aceptó ni siquiera iniciar diálogo alguno. Varias fintas, (operaciones de diversión) se lanzaron sucesivamente para despistar sobre el objetivo real.

El 11 de Julio se desencadenó la verdadera ofensiva. Conforme a lo previsto, el ejército se dividió en dos cuerpos; uno avanzó por el este cerca de la costa del mar Negro y el otro por el interior hacia el oeste del territorio búlgaro. Ninguno encontró resistencia significativa y ambas se encontraron en Pliska apenas tres días después. La guarnición búlgara, unos 13.000 hombres fue arrollada y sucumbió hasta el último hombre. Otro destacamento (tal vez otros 15.000 guerreros), que el Kan envió en socorro fue del mismo modo neutralizado.

El día 19, el emperador Nicéforo envió una misiva oficial a Constantinopla en la que daba noticia de la victoria y loaba los acertados consejos que había recibido de su hijo Estauracio en la campaña.

Durante una semana, los soldados tuvieron libertad para saquear lo que hubiera en la ciudad y la región próxima, incluídas las cavas privadas de Krum y los boyardos de la corte búlgara. Después el palacio real y la mayor parte de la ciudad fue incendiada de forma premeditada. El tesoro del Kan pudo encontrarse y se repartió raudo entre los soldados y oficiales, aunque una parte importante pasó a las arcas del Tesoro imperial. Afirman las crónicas que Nicéforo pensó en voz alta, paseando sobre las ruinas humeantes, sobre los términos en los que se edificaría una nueva ciudad en aquel lugar, que llevaría y haría inmortal su nombre. Krum envió por entonces una segunda oferta de paz al emperador: «Observa, tu has triunfado. Toma aquello que desees y marcha en paz». Nicéforo no se dignó contestar.

Dió comienzo lo que se suponía «aprovechamiento del éxito»; el ejército bizantino avanzó en dirección oeste, hacia Serdica. Todo lo que aparecía a su paso era destruído, pueblos, cultivos y ganado. La marcha era, por ende, muy lenta. En ningún momento se encontraba resistencia seria. Se alcanzó la cordillera balcánica y, sin muchas precauciones, las tropas se introdujeron en un amplio valle en torno al tramo inicial de uno de los ríos que se originan allí; tal vez el correspondiente al que ahora se conoce con el nombre de «Tica».

2ª Fase.

El Kan no había permanecido inactivo. De hecho todo apunta a que tenía la ventaja de una buena información y recursos económicos importantes. Al parecer sabía de antemano cuales eran los objetivos del emperador, (suponemos la presencia de un espía entre los sirvientes de la cámara privada que incluso habría desertado en el periodo de concentración en la ciudad de Markellai). Después supo mantener vigías que siguieron con precisión los movimientos de la parte más importante del ejército bizantino y consiguió que las noticias le llegaran casi sobre el momento. Con oro y promesas obtuvo también el concurso de un número muy importante de mercenarios ávaros y eslavos

La información de Nicéforo y sus comandantes, casi seguro, representaba el extremo opuesto. Estaban convencidos de haber aniquilado la mayor parte de las huestes del kan y suponían a éste huyendo hacia el norte para no ser capturado. También entendían a la población búlgara completamente asustada e inerme.

Hacia el 23 de Julio, el ejército bizantino ocupó el centro de la cuenca del Tica y a buen seguro se desplegó para comenzar el saqueo y destrucción de granjas y pueblos en donde abundaba el agua, la caza, los pastos y el ganado. Al día siguiente, los mandos imperiales recibieron la noticia de que la salida sur y norte del territorio estaban bloqueadas por unas descomunales empalizadas con foso, que sin duda los búlgaros habían levantado en apenas 24 horas de ágil, silencioso y esforzado trabajo. Las alturas estaban ocupadas por guerreros que se dejaban ver y cuyo número seguramente aumentaba a cada hora que pasaba.

3ª Fase

Algunos oficiales bizantinos, (entre ellos se encontraba el propio Estauracio), plantearon la necesidad de asaltar de inmediato una de las barreras para evitar que se reforzara aún más y romper el cerco. Sin embargo, Nicéforo no lo consideró apropiado; se inclinaba más por un ataque diferido, no veía ninguna urgencia dado que el área era grande y permitía sostenerse con agua y viandas; tal vez después de un periodo prolongado se podría romper el cerco con efecto sorpresa o el Kan cayera en la tentación de entablar batalla abierta sobre el terreno. Difícil precisar cual de las dos opciones era mejor.

En cualquier caso se intentó mantener la calma, confianza y tranquilidad entre las tropas. Se decidió no informarlas de la situación; incluso para mayor refuerzo de «normalidad» se continuaron las acciones de destrucción y rapiña por el terreno llano. Entre tanto, aún demasiado seguros de su poder y faltos, tal vez, de órdenes precisas; las diferentes unidades ubicaron sus campamentos a cierta distancia unos de otros, sin protegerse con el reglamentario foso y cercado.

4ª Fase

Al caer la noche del viernes 25 de Julio, un salvaje griterío y el fúnebre son de tambores inundó el valle. Procedecían de los miles de gargantas y duras manos con las que contaban miles de enfebrecidos guerreros búlgaros, eslavos y ávaros, apostados en las laderas.

Antes de que amaneciera el sábado, un nutrido grupo de jinetes lanzó el primer ataque, evidentemente muy bien planeado y con un perfecto conocimiento del enemigo; golpeando directamente al grupo de tiendas donde se alojaba el emperador y sus allegados. La resistencia, si llegó a darse, no duró mucho; Nicéforo y la guardia personal debieron perecer en aquellos primeros momentos.

Los Tágmata, que estaban muy cerca, no tuvieron capacidad para organizarse; la mayoría montaron sobre sus caballos y emprendieron una huída sin sentido. Los Temas, cuando pudieron observar el campo imperial invadido y en llamas, con soldados imperiales en desordenada fuga, se sumaron a la desbandada general.

El desastre era ya imparable. Y no sería nada facil para nadie, valientes o cobardes, eludir el más cruel de los destinos.

El río formaba a su inmediato alrededor una zona pantanosa. Fue el primer obstáculo que debieron superar. Los primeros bizantinos en llegar se hundieron en el fango. Sólo cuando una verdadera masa de cuerpos cimentó varios «pasos», el resto de fugitivos pudo atravesar el area. Y detrás, a corta distancia, los guerreros búlgaros llenos de vigoroso brío vengador.

Cuando muchos ya se creían en el camino de la salvación, se toparon de frente con la empalizada en la salida sur del valle. En realidad había pocos soldados bulgaros guarneciendo el lugar, el problema sería la urgencia y la complejidad de la obra. Desesperados, los primeros bizantinos intentaron escalar el maderamen; la mayoría sólo consiguieron caer al vacío que había por detrás y sufrir una muerte lenta por fracturas múltiples. Algunas mentes que todavía eran capaces de pensar se pusieron manos a la obra, de modo que se consiguió prender fuego a sectores definidos de la estructura. A renglón seguido procedía construir algún puente o esperar a que los troncos asentaran sobre el foso para poder pasar en seguridad. Pero la inquietud y el pánico desbordaban toda precaución. Muchos no tuvieron sangre fría suficiente y comenzaron a pasar sobre los restos humeantes que cedieron para encontrar la muerte en el foso, verdadero horno en aquel momento. Sólo después de que ciertos espacios se rellenaran con muertos y madera pudieron conseguir salir del atolladero el resto de los desesperados, que en total desorden no cesaron de correr hacia el sur, hasta llegar a la ciudad de Adrianópolis

Consecuencias

Las pérdidas bizantinas fueron tremendas, tal vez algo más de los dos tercios del total de efectivos entre muertos, heridos y prisioneros. El séquito imperial, la guardia personal y los tágmata, (los primeros en huir), fueron los más afectados. El emperador Nicéforo, Teodosio Salibaris, Sisinio Trifillius, Aecio y el prefecto de Constantinopla; dos de los cuatro comandantes de los Tágmata, el doméstico de los excubitores y el drongario de la guardia perdieron la vida. Tambien murieron dos de los seis comandantes de los Temas, (en concreto el estratego de los Anatólicos y el de Tracia). El comandante de los Hicanati, Pedro el Patricio y otros muchos oficiales fueron capturados. Estauracio sufrió una terrible herida en la zona lumbar, cerca de la médula, que le ocasionó la parálisis de las extremidades inferiores. Apenas un año después murió, entre dolor y desesperación, seguramente por una sepsis secundaria a la gangrena del tejido.

Krum ejerció la máxima ostentación de su triunfo. El cuerpo de Nicéforo fue empalado y expuesto durante días, ante búlgaros y cautivos. Después seccionaron la cabeza; y la calota descarnada se cubrió de plata para confeccionar una copa con la que, se dice, el Kan bebió y brindó en cuantas ocasiones solemnes fueron propicias.

El resultado inmediato de la batalla fue la pérdida definitiva de las regiones búlgaras para el imperio. Bulgaria era ya algo «irreversible». Sin embargo, pese a la rotundidad de aquel verano negro para Bizancio, las consecuencias fueron menores de lo que a priori pudiera imaginarse. Semejante derrota hubiera podido dar fín a la existencia del imperio; si no estuviera fortalecido por las medidas políticas y militares que habían llevado a cabo los emperadores «isaurianos», (en particular León III y Constantino V). Garcias a ello no iban a faltar nuevos ciudadanos con capacidad de combatir; las poblaciones sentían el patriotismo que surge de saberse protegido por cierta equidad legal—social y de la convicción de vivir en una sociedad mejor, (en lo económico, cultural y moral), que la ofrecida por el invasor. León V el Armenio, uno de aquellos soldados iconoclastas de ideas religiosas sencillas pero desbordante hombría y alto sentido de la justicia, pudo tomar el poder poco después y reconducir la situación.

Krum llegó hasta los muros de Constantinopla pero después de su muerte, acaecida el 13 de Abril del 814, Bulgaria perdió fuerza en disputas por el poder. Por el contrario una nueva pléyade de emperadores iconoclastas, entendemos a Miguel II «el tartamudo» y Teófilo «el Justo» conducirían el imperio a un nuevo periodo de solidez y prosperidad, antesala del «renacimiento macedonio».

Bibliografía

Fuentes primarias.

Teophanes: Chronographia, ed. C. de Boor, 2 Vols. Leipzig, 1883. (489—490—491—492—493).

La conocida como «Crónica del año 811» trasladada al francés, se encuentra en el trabajo de DUJCEV, I: «La Chronique byzantine de l’an 811», Travaux et Mémoires, I (1965), pags: 205—254.

Trabajos modernos.—

TREADGOLD, Warren: «The bulgarian catastrophe» en The Byzantine Revival, 780—842; pags: 168—174, Stanford: Stanford University Press, 1988.

RUNCIMAN, Steven: A History of the First Bulgarian Empire, London: G. Bell and Sons,1930.

Versinikia (812)

El rey búlgaro Krum estaba asolando la frontera con Bizancio.

A principios el año 812 conquistó la fortaleza de Develtos, casi sin oposición, y envió un ultimátum a Constantinopla para que se firmara una paz con sus condiciones.

Al no aceptar inmediatamente el emperador Miguel Rangabé, Krum tomó Mesemvria en Noviembre de 812, donde capturó grandes reservas de fuego griego y oro.

Corría ya el año 813 y tanto el emperador como el patriarca Nicéforo abogaban por la aceptación de las condiciones de Krum, pero el poderoso y combativo monje Teodoro de Studion quería que los ejércitos bizantinos se enfrentaran con los búlgaros.

Se impuso Teodoro en la discusión, y Miguel aceptó salir a combatir.

Cerca de Adrianópolis, en Versinikia, Tracia, un enorme ejército bizantino se encontró cara a cara con las hordas de Krum.

El ejército bizantino estaba conformado por los distintos ejércitos locales de los themas.

Luego de varios días de indecisión mutua, sin que ninguno de los dos ejércitos tomara la iniciativa, el 22 de junio de 813, los ejércitos de Tracia y Macedonia atacaron a Krum, pero los del thema de Anatolia (tal vez el más numeroso e importante) conducidos por el strategos León el Armenio huyeron en lugar de apoyar a sus aliados.

Como era de prever, las hordas de Krum aplastaron a las de Tracia y Macedonia, inferiores en número y armamento, dando la victoria total al rey búlgaro.

Esta victoria tuvo como consecuencia el derrocamiento de Miguel Rangabé el 11 de Julio de 813, y fue consagrado en su lugar León IV el Armenio.

Por lo tanto, el responsable real de la derrota de Versinikia, por haber retirado sus ejércitos en el momento en que comenzaba la batalla, era nombrado emperador en lugar de su desdichado antecesor, que cargó con la culpa.

Krum, por su parte, siguió su camino por Tracia hasta los muros de Constantinopla, pero se fue pocos días después, impotente ante las murallas imponentes de la capital bizantina.

Adana (900)

Mantzikert (1071)

El año 1071 fue clave en el declive posterior del Imperio Bizantino.

El emperador Romano IV Diógenes, un capacitado noble militar de Capadocia que tenía mucha experiencia en batallas contra el temible pueblo de los pechenegos, decidió entrar en campaña contra los turcos selyúcidas, tribu que hacía continuas incursiones en Anatolia desde su base cerca de Armenia.

Los selyúcidas ya habían conquistado todo el Califato, incluida Bagdad.

Sin embargo eran tropas aún desorganizadas, sin el conocimiento táctico de las tropas bizantinas.

Pero también las tropas bizantinas de los themas tenían sus problemas, pues cada vez era mayor el número de mercenarios contratados (francos, normandos, cumanos, incluso pechenegos en detrimento de los soldados romanos, lo que les daba poca cohesión.

Si bien las primeras campañas de Romano fueron pequeños éxitos, al llegar cerca de la localidad armenia de Mantzikert, su ejército se vio rodeado por las tropas turcas comandadas por el excelente general Alp Arslan, y para empeorar la situación, Andrónico Ducas lo habr1a traicionado retirando sus tropas de la batalla.

El resultado fue un completo desastre en el campo de batalla, y la captura del emperador en manos de los selyúcidas.

A pesar de ello, los enemigos no se percataron de lo que tenían en sus manos, firmando un tratado sumamente ventajoso para Bizancio, donde casi no habría pérdidas territoriales, y liberando a Romano.

El verdadero desastre fue cometido por la oposición en Constantinopla, comandada por Miguel Psellos, verdadero artífice de la desgracia política de Bizancio.

La oposición destituye a Romano como consecuencia de la derrota, cuando el emperador llega a la capital comienza la guerra civil, es capturado y cegado de tal forma con hierros candentes que muere pocos días después.

Su sucesor, un hombre de Psellos, Miguel VII no era capaz de guiar el destino del Imperio, y además con su nombramiento se les dio una buena excusa a los selyúcidas para considerar rota la paz firmada con Romano y arrasar literalmente toda Asia menor.

Por lo tanto, la batalla de Mantzikert, si bien fue la muestra de cómo el ejército bizantino estaba en estado de debilidad y era propenso a las traiciones por parte de siniestros personajes, no fue tan determinante en el futuro del Imperio como la crisis política que se desató posteriormente de la mano del intrigante Psellos.

La desgracia recién había comenzado para Bizancio.

El destino de Anatolia.

Anatolia fue el corazón de Bizancio, pero esto fue hasta que a principios del siglo XI Basilio II decidió combatir a la aristocracia de Asia Menor, dando un giro a la política bizantina, creando una prioridad del territorio europeo (conquista y dominio de todo el territorio de los Balcanes) sobre el asiático.

Esto llevó a un debilitamiento del Estado Bizantino allí donde más fuerte había sido, de Capadocia y Anatolia salían todos los generales que se destacaban, y los magnates tenían verdaderos imperios personales, siempre al servicio del emperador, lo que igualmente no dejaba de ser un peligro, por las ambiciones personales que éstos pudieran tener.

Es por eso que después de la derrota en Mantzikert en 1071 y del desastre político de la guerra civil desatada por esa causa, el territorio no tuvo ni fuerzas ni organización para poder enfrentarse al invasor turco, que dicho sea de paso, no esperaba invadir al imperio, tenía otros objetivos porque esperaba dominar todos los territorios del Islam, pero no podía dejar pasar la oportunidad, y en pocos años, salvo las costas y algunos territorios occidentales, toda Asia menor había caído bajo su dominio, y aunque una gran cantidad de territorio fue reconquistado por Juan II Comneno, nunca más Anatolia y Capadocia fueron bizantinas, por lo que el peso del imperio fue cada vez más el territorio europeo, especialmente Tracia, Macedonia y Grecia.

Una curiosidad: ¿cómo llamaron los turcos selyúcidas, con Sulaimán a la cabeza en 1080, al sultanato que estaba formado por los territorios arrebatados a Bizancio? Pues sultanato de Rum, el sultanato de los romanos, toda una muestra de lo que significaba para ellos este triunfo ante Bizancio.

Según el estudio de ciertos historiadores, hay consenso en cuanto a establecer que el ciudadano medio bizantino (el trabajador de las ciudades o los campesinos) que ocupaba Capadocia o Anatolia, luego de las batallas que determinaron el dominio de los selyúcidas, al ver que éstos los respetaban y que la carga impositiva no era mayor (seguramente sería menor) que la que imponía el imperio, terminó aceptando con el paso del tiempo el dominio y la religión de los invasores (obviamente el Islam.)

Calavrytae (1078)

Miriokephalon (1175)

Antecedentes,

Tras la batalla de Mantzikert, (19 de Agosto de 1071) y después de un complejo proceso que ocupó alrededor de un siglo; la llanura central de Anatolia había cambiado sensiblemente su aspecto geográfico — económico — cultural. Los cultivos tradicionales habían casi desaparecido, en gran medida por la destrucción de la mayor parte de los antiguos sistemas de regadío; la población sedentaria se reducía viéndose sustituida por importantes masas de turcos, organizados en tribus o clanes y dedicados al pastoreo. La estructura de vías, servicios y mercados estaba en decadencia. Pequeños núcleos de organización política (reinos o sultanatos) se asentaban en comarcas que tendían a ser unidades muy aisladas. Algunos poderes con centro y jerarquía propios habían desarrollado una verdadera fuerza, muy ajena, sino francamente hostil al imperio de Constantinopla. Entre ellos destacaba el llamado Sultanato de Ikoniom (Konya), en Frigia, (un «estado homogéneo y sólido» según Diehl, Pág. 75), que ejercía cierta presión y amenaza sobre el área mediterránea y oriental del menguado Bizancio.

Consideraciones estratégicas.

Hacia la década de 1170, los principales rivales del imperio bizantino, (lo que en argot militar se denominan «enemigos naturales»), eran:

1) hacia occidente, el imperio alemán de Federico I; con el que chocaban intereses económicos y disputas geográficas sobre las provincias europeas.

2) hacia oriente, el sultanato de Ikoniom liderado por Kilidj Arslan II; refugio de hordas saqueadoras y con evidente ansia de desarrollo y conquista a costa de Bizancio.

Una colaboración y alianza tácita se había establecido entre esos dos elementos, que hacía mella en Constantinopla y bloqueaba en gran medida su capacidad de reacción en uno y otro caso. El emperador Manuel I Comneno decidió romper uno de los brazos de ese eterno «cascanueces» que acechaba al imperio. Escogió el sultanato de Ikoniom, tal vez, porque la situación parecía propicia. El nuevo emir de Alepo (Saladino) parecía tener más interés en debilitar a los turcos que su predecesor y podría ser un aliado («el enemigo de mi enemigo…».) Los «germanos» no parecían tener por entonces capacidad real de iniciar alguna acción hostil en la frontera occidental. Se podía reunir un ejército apropiado para la acción, que debería incluir necesariamente un objetivo imprescindible: Tomar y destruir la ciudad—capital de Ikoniom.

A veces se especula con la posibilidad de que Manuel Comneno pretendiera llevar a cabo una «recuperación» de la llanura de Anatolia para el imperio. Es difícil de aceptar y creer. Debía saber que para semejante labor no sería suficiente derrotar al sultanato; el cambio social descrito ya era demasiado importante como para «revisionarlo» de un golpe. Su verdadero interés era destruir, para siempre, la amenaza de Ikoniom. Después… ya se vería. En cualquier caso, tal hubiera sido una tarea de generaciones… manteniendo muy buena inteligencia y saber hacer en el círculo de gobierno bizantino…, algo en verdad difícil por entonces cuando la aristocracia y la «monotonía de genes» parecían imponerse…

Es seguro que Kilidj Arslan II, bien informado, intentó por todos los medios evitar el enfrentamiento y encontrar un compromiso. Manuel I Comneno (el emperador «caballero», así llamado entre los suyos por los modos y gustos «occidentales» que ostentaba) no aceptó ninguna componenda y, seguro de sus posibilidades, optó por la guerra.

Teatro de Operaciones.—

Ikoniom se sitúa en una región llana hacia el sudoeste de Anatolia, cerrada por una importante cordillera hacia el Norte, Sur y Oeste. El camino más directo para llegar a la ciudad desde territorio bizantino era entonces el marcado por un difícil paso entre montañas (el temible Tzyvritzé) ante el cual permanecían las ruinas de un viejo castillo (Myriokephalon— miríada de cabezas—alturas ahora llamada Asar Kalesi.) Tiene unos 25 Km. de longitud y se inicia por un estrecho desfiladero al que siguen secciones muy sinuosas, irregulares, boscosas; mas o menos anchas—estrechas, a veces limitadas por vertiginosos precipicios antes de llegar a un espacio central amplio ‹una llanura elevada‹ de casi 6 Km. de anchura. Después, una segunda sección estrecha similar a la primera descrita continúa antes de terminar definitivamente el paso y abrirse a la región periférica de Ikoniom, que apenas se situaba ya a unos 50 Km. desde allí.

Día 17 de Septiembre de 1176

Desarrollo táctico.—

1.— Manuel decidió dirigir su ejército hacia MyrioKephalon. Había, al menos, otra alternativa —retroceder y flanquear a través de la ruta que pasaba por la ciudad de Philomelion, (moderna Aksehir)— pero eligió ésta, tal vez, porque conocía el terreno y le impelía un deseo de rápida victoria.

El ejército turco parecía esperar al bizantino en la entrada del paso, lo cual era, en teoría la opción más juiciosa, dada su teórica inferioridad.

Muy de madrugada los dos ejércitos establecieron contacto visual. La vanguardia bizantina (sobre todo infantería) arremetió casi inesperadamente contra los turcos que aparentaban haber sido sorprendidos y emprendieron lo que parecía una alocada huída a través del paso. ¿Era una oportunidad de acabar todo pronto?

El ejército bizantino siguió a su vanguardia sin tomar más precauciones. Penetraron en tromba por el paso siguiendo un orden clásico «romano». En segundo escalón marchaban las compañías de Tágmata, detrás el «ala derecha», caballería bajo el mando de Balduino de Jerusalén ‹muchos tal vez mercenarios‹ seguido por el «tren de logística y de asedio» ‹carros pesados, cargados a tope y grandes animales de tiro incluidos‹. Después al «ala izquierda» , la guardia del emperador y por último la «retaguardia», con tropas escogidas dirigidas por el comandante más capaz, Andrónico Kontostephanos. Un estudio riguroso de fuentes y, sobre todo, el análisis del terreno permite afirmar que las tropas bizantinas, en total no superaban los 25.000 hombres. De los turcos es casi imposibles dar cifras, siquiera aproximadas.

Pronto las secciones perdieron contacto y el ejército estuvo estirado al máximo, sobre todo el «ala derecha» que intentaba no perder de vista a los que marchaban por delante ni tampoco el tren de logística que cada vez hacía más lento su camino en aquel espacio tan difícil.

2.— Parece evidente que importantes destacamentos turcos habían podido ocultarse entre árboles y barrancos o medias alturas, en los sectores más propicios de aquel primer tramo del paso.

En un momento dado cayeron como una marea furiosa sobre la desparramada «ala derecha» y el tren de logística. La carnicería fue grande. Balduino mismo resultó muerto, los carros incendiados y animales yacentes bloquearon el camino. Al parecer una inesperada tormenta de arena que se desencadenó complicó aún más el panorama para los bizantinos que no eran capaces de entender bien qué es lo que estaba ocurriendo.

Afirman que el emperador Manuel perdió la compostura y no fue capaz, durante algún tiempo, de tomar medida alguna. Sus mejores oficiales al final consiguieron que reaccionara, se organizaron compañías que en cerrada formación defensiva se fueron abriendo paso, limpiaron de enemigos el recorrido, empujaron fuera los bagajes y carros y permitieron que todas las tropas, al caer la tarde llegaran al espacio abierto «medianero» en el paso. Allí la vanguardia y los Tágmata les esperaban, en una posición fortificada en un tiempo record, porque intuían que atrás habían ocurrido problemas serios.

Durante toda la noche los bizantinos hubieron de repeler ataques feroces de jinetes turcos cuyos alaridos retumbaban entre las «mil» rocas o picos del paso.

3.— Al día siguiente, Manuel y sus oficiales pudieron valorar la situación. El ejército combatiente no había sufrido pérdidas decisivas, seguía siendo muy superior al turco; pero habían desaparecido los elementos de logística (no quedaba forraje, alimentos ni agua) y, sobre todo, los artefactos y materiales imprescindibles para el asedio a Ikoniom cuya construcción no podía improvisarse.

Procedía, ahora sí, llegar a un acuerdo con Kilidj Arslan. Se aceptó mantener el Statu Quo y el ejército bizantino pudo regresar a su país sin mayores contratiempos. («La retirada al día siguiente le permitió ver a Manuel, a cada paso, el sangriento recuerdo de la batalla, máquinas de guerra volcadas, caballos con el vientre abierto, cadáveres por millares», Diehl, Pág.76)

Consecuencias.—

Myriokephalon significó un enorme fracaso táctico y la pérdida de una buena oportunidad estratégica, tal vez, la última que se le dio al Imperio Bizantino. No volvió a intentarse, nunca más, otra campaña como aquella (condiciones, medios y objetivos.)

En occidente, Federico I pudo ufanarse y humillar ‹al menos «literariamente»‹ al emperador Manuel, según una carta que se conserva: «exigía a Manuel que, como rey griego, le tributase la sumisión debida» (Ostrogorski, Pág. 386.) Mayor insulto para un genuino emperador romano no cabía. Es muy probable que el acontecimiento alterara, y mucho, la psique del «caballero», («dicen que a partir de ese día, no se le vio nunca más reír», Diehl, Pág. 76). Manuel Comneno murió el 24 de Septiembre de 1180. Kilidj Arslan II le sobrevivió, hasta 1193.

Las principales fuentes son las de Nicetas CONIATES (Nicetae Choniatae Historia, ed. J.A. Van Dieten, 2 vols. Berlin—New York, 1975. Ver sobre todo páginas 176—182) y también Juan KINNAMOS (Epitomê Kinnamos, ed. A. Meineke, Bonn 1836. Ver Pág. 56)

Entre los artículos modernos destacamos:

LILIE, R. J.: «Die Schlacht von Myriokephalon (1176): Auswirkungen auf das byzantinische Reich im ausgehenden 12. Jahrhunert», Revue des Études Byzantines, 35 (1977) pags: 257—275

McGRATH, S.: Good Strategy, poor tactics, defeat. XII (Myriokephalon, 1176), U.S. Military West Point Academy Text, 1991

Otros textos citados:

DIEHL, Charles: L’Europe Orientale de 1081 a 1453, París: Presses Univertsaires de France, 1945

OSTROGORSKI, George: Historia del Estado Bizantino, Barcelona: EDAF, 1981 (Reimpr.)

Lo que sigue es la muy interesante respuesta que Francisco Aguado realiza en el ámbito del foro bizantino ante el requerimiento de Guilhem, ya que ambos son miembros del grupo— R C

—Nunca es fácil la guerra. Todavía hoy nuestro mundo se empeña en demostrarlo con suma crueldad. Sigue siendo un «arte», desde luego en ningún caso una «ciencia»; un horrible escenario donde el factor humano pesa como ningún otro, de una manera siempre decisiva. Y el hombre es «inexcrutable», sufre, duda, acierta y se equivoca, casi a la vez.

—¿Porqué cometió Manuel lo que parecen «errores de bulto» en Myriokephalon?

—¿Fueron, en verdad, tales? ¿Quién dió las ordenes?, nos comenta Guilhem

—¿Me gustaría saber si hubo una orden específica de algún comandante o del mismo Manuel para impulsar dicha arremetida? Y si no la hubo, ¿por qué se permitió que ese acto reflejo llevara directo a la vanguardia hacia la emboscada que les esperaba?

—Tal vez nunca sepamos la verdad. Pero conviene recordar algunos otros datos:

—Los turcos habían llevado a cabo una política de tierra quemada, quemaron los pastos, arrasaron cosechas y villas, envenenaron los pozos… Cerca de Myriokephalon los bizantinos padecían escasez de víveres y forrage, seguramente la disentería afectaba a un número no despreciable de soldados.

—La imagen, al alba del día 17, era la de que el sultán presentaba batalla a la entrada del paso, con un grupo numeroso; …es posible que estuvieran desmoralizados. En el primer contacto huyen… Si se desencadena entonces el ataque principal no era descabellado pensar que se consiguiera destruir a la mayoría de aquellos en el mismo paso… Al otro lado estaba Ikoniom, pastos y agua…

—¿Un comandante, ante la perspectiva de una victoria rápida no daría orden de precipitar los acontecimientos?

—Pero esa persecución rompió las normas…

—¿Porqué entonces la persecución que menciono en a/ ¿Será que tales ideales de caballería, traídos sobre todo de Francia, jugaron una mala pasada a los bisoños militares bizantinos? ¿Cuánto tuvo que ver la presencia de mercenarios occidentales entre las filas bizantinas?

—Creo entender esos pesares,… los mercenarios occidentales, tan engreídos, poco de fiar, la mayoría iletrados, (las lecciones de táctica les debían parecer «sermones» del obispo)…. Pero, en cualquier caso, sean soldados bizantinos o mercenarios,… una persecución «en caliente» que parecía ser el final de la batalla, (lo que todos los hombres desean desde que empieza la refriega), ¿cuantos jefes son capaces de detenerla, siquiera controlarla…?

—Guilhem nos recuerda y razona:

Cita Textual: “El ejército combatiente no había sufrido pérdidas decisivas, seguía siendo muy superior al turco,…¿Porqué Manuel no retomó al año siguiente la ofensiva?

—Desde luego, Myriokephalon no fue una catástrofe, los turcos no consiguieron avances o provechos significativos, al año siguiente las fuerzas imperiales derrotaron a ciertas huestes turcas en un lugar muy próximo. Sin embargo, según afirma el general McGrath «el Estado bizantino no tuvo ya capacidad para reunir y mantener en campaña un ejército tan importante, en medios y hombres; las arcas no cubrían un nuevo esfuerzo» (pag. 22). La guerra no es sólo cuestión de soldados; incluye pagas, comida, munición, armas, y mucho más… exige lo que Napoleón no cesaba de señalar: «dinero, dinero y más dinero». Los hombres de Bizancio, los sufridos campesinos y comerciantes, no podían cubrir mucho más con su penoso esfuerzo… y, los aristócratas, tan patriotas ellos en el papel, ¿podían?

—Una verdadera lástima.

Constantinopla (1204)

Pelagonia (1259).

Hacia 1258, el imperio de Nicea era la principal amenaza para todos los estados, latinos o griegos, que se repartían la parte europea el Imperio desde la época de la IV Cruzada: además de las posesiones de Nicea (centradas en Tesalónica), estaban el despotado de Epiro, el Imperio Latino (ya reducido a poco más que la ciudad de Constantinopla y alrededores), el principado franco de Acaya, el ducado también franco de Atenas y otros principados menores en Grecia y Tesalia, francos o griegos. El más poderoso de todos era, sin duda, el principado de Acaya, pero el déspota Miguel de Epiro había forjado un hábil sistema de alianzas, casando a dos hijas suyas con Guillermo de Acaya y con Manfredo, rey de Sicilia. Todos ellos, aunque tenían objetivos difícilmente compatibles, estaban unidos por su odio a Nicea, por lo que, impulsados por Miguel de Epiro, decidieron coaligarse contra Nicea.

En Nicea, Miguel VIII Paleólogo, excelente soldado y diplomático, estaba consolidando su poder tras hacerse coronar co emperador al lado del niño Teodoro Vatatzes, legítimo dueño de la púrpura imperial, e intentó conjurar el peligro por medios diplomáticos. Descartando poder neutralizar a Miguel de Epiro, envió una embajada al rey Manfredo, sin duda su adversario más ambicioso; la misión, sin embargo, fracasó rotundamente, siendo encarcelado durante dos años el propio embajador. También escribió al papa Alejandro, tentándole con la unión de las iglesias, pero éste no contestó. Finalmente, Balduino, el emperador latino, que temía casi tanto a Guillermo de Acaya como a Nicea, ofreció la paz, pero Miguel VIII consideró excesivas las contrapartidas territoriales que exigía.

Al final, no se pudo evitar la guerra. Miguel VIII reunió un ejército, integrado por tropas griegas, caballería eslava mercenaria y algunos mercenarios latinos, y lo envió a Macedonia, bajo el mando de su hermano Juan Paleólogo; este ejército, que debía contar con poco más de 10.000 hombres, sorprendió a las fuerzas de Epiro en Castoria, obligándole a retroceder hasta Epiro, mientras los niceanos tomaban Ocrida y las fortalezas vecinas.

Mientras tanto, los coaligados juntaban sus fuerzas; desde Italia, Manfredo envió a su suegro 400 caballeros alemanes, bien armados y con buenos caballos, junto a un contingente de infantería siciliana; desembarcaron en Avlona y se unieron en Arta a los restos del ejército de Epiro. Cerca de Arta se les unió Guillermo de Acaya, con un fuerte contingente de caballería franca e infantería, procedente de realizar la leva feudal en el Peloponeso. Juntos, se trasladaron a Tesalia; allí gobernaba Juan, hijo bastardo de Miguel de Epiro, que se les unió con un contingente válaco; finalmente, se incorporaron contingentes procedentes del ducado de Atenas y del resto de señoríos francos del norte de Grecia.

Completado el ejército, se dirigió a la llanura de Pelagonia, donde aguardaban Juan Paleólogo y sus tropas. Éste, superado numéricamente, tenía instrucciones de evitar el enfrentamiento, por lo menos hasta haber debilitado a los aliados por medios diplomáticos. A fin de cuentas, la coalición era débil, dado que por lo menos Guillermo de Acaya, Miguel de Epiro y Manfredo aspiraban a dominar Constantinopla, y el resto de potentados de la región debía temer que cualquiera de esos príncipes pudiese alcanzar sus fines. Y la animadversión tradicional entre griegos y latino sin duda no contribuía a aumentar la cohesión de ese ejército; aún así, su poder era formidable.

Juan Paleólogo estuvo sin duda a la altura de la tarea; al parecer, algunos caballeros de Acaya dispensaron demasiadas atenciones a la hermosa esposa de Juan de Tesalia y éste, al no conseguir satisfacción de Guillermo de Acaya, decidió abandonar la coalición; furioso, consiguió arrastrar a su padre en su defección, que se había convencido que la victoria aprovecharía mucho más a sus yernos que a él mismo; también es posible que algunos jefes epirotas hubiesen sido convenientemente sobornados. En consecuencia, durante la noche que precedió a la batalla, los contingentes de Tesalia y Epiro se retiraron.

El resto se puede atribuir sin duda al exceso de confianza de los latinos; confiados en su superioridad y despreciando al enemigo (pese a que en escaramuza previas la caballería pesada franca había hecho mal papel ante los jinetes ligeros de Nicea), debieron descuidar la guardia. Al amanecer, los sorprendidos latinos se encontraron con la defección de sus aliados y con que eran atacados por los de Nicea; sin tiempo para reagruparse y ante lo que se les venía encima, casi no ofrecieron resistencia y huyeron; bastantes de ellos fueron muertos, y muchos más apresados, incluidos buena parte de los señores francos de Grecia; entre ellos, Guillermo de Acaya, que si bien consiguió ocultarse durante unos días, al final fue reconocido y apresado.

La batalla confirmó la supremacía de Nicea en la región, y dejó al Imperio Latino sin otro aliado que la flota veneciana; sus días, sin duda, estaban contados.

El Imperio pudo establecer una cabeza de puente en el Peloponeso; aparte de los juramentos habituales de vasallaje y cese de cualquier hostilidad, para recuperar su libertad Guillermo de Acaya se vio obligado a entregar Mistra, Maina y Monemvasia, núcleo del futuro despotado de Morea. En otras regiones tuvo Miguel VIII menos suerte, pues pese a los esfuerzos realizados, tanto Miguel de Epiro como Juan de Tesalia consiguieron mantenerse en el poder hasta su muerte.

Pelecano y Filocrene (1329)

Luego de una serie de intrigas cortesanas y luchas internas que habían agotado económicamente al sufrido Imperio, con el emperador Andrónico III el Imperio Bizantino estaba bajo el mando de hombres mas jóvenes y emprendedores, lo cual los llevó a organizar una campaña en Bitinia para contrarrestar a los musulmanes en Enero de 1329.

Esta campaña fue dirigida, como correspondía, por el emperador en persona y su Gran Doméstico, Juan Cantacruceno, quien anteriormente había rechazado el cargo de co—emperador.

El problema era que los otomanos también tenían sangre nueva, pues a la muerte de Osman en 1326 lo sucedió su hijo Orjan, otro gran guerrero.

En el mes de Junio de 1329 Orján derrota a los bizantinos en Pelecano, muy cerca de Nicomedia, y más tarde en Filocrene, en la costa.

Consecuencias.

Esta campaña bizantina resultó tener resultados desastrosos a pesar de que Juan Cantacruceno logró volver con lo que quedaba de sus tropas a Constantinopla, incluido el emperador herido.

No se pudo evitar que cayera a manos de Orján la importantísima ciudad de Nicea en 1331, y luego de varios años este caudillo también se apoderó de Nicomedia (en 1337).

Antes, para evitar males mayores, Andrónico III se vió obligado a firmar un tratado con los otomanos en 1333 obligándose a pagarles tributo.

Kosovo (1389)

Nicópolis (1396)

A) Antesala:

A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.

En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. La velocidad de su avance fue abrumadora tanto para bizantinos como para el resto de las tribus turcas de Anatolia (selyúcidas incluidos). En abril de 1326, los osmanlíes capturaron la ciudad de Brusa, en junio de 1329 derrotaron a los bizantinos en Pelecano y más tarde en Filocrene. Para Constantinopla, la dominación sobre Asia Menor (haciendo la excepción de Trebisonda), empezaba a tocar a su fin. En 1331 caía también Nicea, la ciudad de los doscientos cuarenta torreones; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.

Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. Los guerreros de Orján, desde entonces, empezaron afirmarse al otro lado de los estrechos. Cantacuceno los empleó tanto contra sus enemigos internos, como contra sus rivales externos (léase servios). En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.

Tras la abdicación de Cantacuceno al trono, Juan V empezó a pedir con mayor frecuencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. Y realmente, los otomanos rebasaron Constantinopla, eludiéndola a la manera de una verdadera inundación. En 1359, luego de saquear sus arrabales, se dirigieron al interior de Tracia, y tomaron sucesivamente Demótica y Filípolis. En 1365, Murad, el sucesor de Orján llevó su capital a Adrinópolis, doscientos kilómetros tierra adentro. Cinco años después, servios y búlgaros, avizorando un futuro poco promisorio intentaron frenar la embestida, pero fueron barridos a orillas del río Maritza. En 1389, la batalla de Kosovo, significó la tumba de la independencia servia. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.

En 1393, Bayazid, sultán al morir Murad en Kosovo, conquistó Tirnovo, la capital del Reino Búlgaro Oriental. Poco más tarde ocupó Nicópolis, la fortaleza búlgara más importante de las riberas del Danubio. En ese estratégico paraje chocarían una vez más los ejércitos de la cristiandad y del Islam.

Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (danishmendíes y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante.

B) Los preparativos:

En 1394, a solo un año de la caída de Tirnovo, Occidente empezó a pensar en serio en la posibilidad de una aventura al estilo Cruzada de antaño. Pero lo hizo, justo es decirlo, no porque temiera por la suerte de Constantinopla, sino porque Segismundo, el nuevo rey de Hungría, utilizó toda sus influencias en Francia para sacudir la modorra de sus hermanos de religión.

Un siglo de gobierno de la dinastía angevina había estrechado los lazos de Hungría con la corona francesa, y la ascensión de Segismundo, el primero de los Luxemburgos no vino a torcer la historia. En agosto, una embajada húngara visitó París, donde relató las atrocidades que padecían los cristianos a manos de los turcos de Bayazid. Contaron como se los encarcelaba en mazmorras, se les secuestraban los hijos para convertirlos al Islam y se violaban las doncellas. Conmovidos, los franceses cedieron. Carlos, como jefe de los reyes cristianos dio su consentimiento. Eu, condestable de Francia, y Bouciccaut, mariscal, declararon que era deber de todo varón tomar las armas contra el infiel. Los embajadores magiares retornaron a su país con la mejor de las noticias: habría cruzada.

C) La partida:

Los cruzados dejaron Dijon el 30 de abril de 1396, en medio del alborozo general y en soberbio espectáculo. El cisma pontificio existente no importunó la expedición. Tanto Bonifacio, en Roma, como Benedicto, en Aviñon, bendijeron la cruzada con las acostumbradas absoluciones plenarias. Pero al decir de Meziers, la aventura comenzaba como casi todas las anteriores: prodigalidad e indisciplina, lujo y arrogancia. La vanagloria sería en realidad el enemigo a vencer.

Como siempre, los objetivos fueron desmedidos. Los cabecillas de la expedición pretendían expulsar a los turcos de los Balcanes, liberar a Constantinopla, pasar al Asia Menor y de allí marchar directo hacia Tierra Santa para reconquistar Jerusalén y el Santo Sepulcro. La vuelta la harían por mar.

La ruta escogida pasaba por Estrasburgo, Baviera, el Danubio superior y finalmente Buda, adonde les esperaban Segismundo y su mesnada.

D) El ejército cruzado:

No existen fuentes confiables que permitan conocer la magnitud de la fuerza expedicionaria. Un cronista alemán que tomó parte de la cruzada, un tal Schiltberger, cifró el número de la fuerza cristiana en 16.000. Los turcos seguramente debieron haber sido más numerosos, pero no tanto.

Si sabemos, en cambio, que a su llegada a Buda (Budapest), la cruzada era un crisol de razas: había franceses, alemanes (especialmente de Sajonia, Renania y Baviera), caballeros hospitalarios dirigidos por el gran maestre de Rodas en persona, valacos, transilvanos, navarros, españoles, bohemios, polacos y por su puesto, húngaros.

La cuestión del mando, agregó un problema adicional. Se celebró un consejo de guerra en Buda, donde Segismundo, apelando a su experiencia en la lucha contra los turcos, aconsejó esperar a que Bayazid tomara la iniciativa. Sostenía, con razón, que sería más conveniente aguardar a que los otomanos se cansaran en una marcha forzada (pues se creía que para entonces sitiaban Constantinopla), en lugar de salir ellos en busca del sultán. Además estaba la cuestión del terreno. Segismundo también opinaba que el territorio al sur del Danubio era muy peligroso, dado que tanto Servia como Bulgaria eran vasallos de Bayazid, y en tal condición estaban obligados a prestar ayuda militar al sultán (eran por lo tanto enemigos). Los franceses le trataron de cobarde. Con sus ideales de caballería inflándoles el ego, aseguraron que ellos podrían expulsar a los turcos de Europa dondequiera que se hallaran. “Si el cielo se desplomase, nosotros lo sostendríamos con las puntas de nuestras lanzas” dijeron jactanciosos. Segismundo debió resignarse.

E) El prólogo de la batalla:

Las fuerzas combinadas de la cristiandad salieron de Buda y siguieron el curso del Danubio. Segismundo con sus aliados de Valaquia y Transilvania iban en la retaguardia, observando azorados el pillaje, los crímenes y el saqueo que cometían adelante los franceses. Al ingresar en territorio cismático (léase de cristianos ortodoxos), el bandidaje fue total. En casi doscientos años de Cruzadas los franceses no solo no habían aprendido nada de sus errores sino que su arrogancia y frivolidad eran ahora casi tan grandes como su ego.

La primera victoria de los cruzados fue la captura de Vidin, la ciudad que fuera capital del Reino Búlgaro occidental. El señor vasallo que la defendía prefirió rendirla cuando los sitiadores prometieron respetar las vidas y bienes de la población. En Rachowa u Oryekova sucedió lo mismo, con la diferencia de que, tras la promesa, los cruzados se desdijeron de lo dicho y robaron y asesinaron sin piedad a sus habitantes búlgaros. El 12 de Septiembre de 1396 la vanguardia cruzada avistó en lo alto de un acantilado calizo a la ciudad Nicópolis.

F) Las estrategias:

Si los cruzados no tomaron por asalto Nicópolis fue porque su improvisación era descomunal. No tenían máquinas de asedio, trabucos, balistas, catapultas ni nada que se le pareciese. Nos han llegado las palabras de Bouciccaut, el mariscal de Francia y un empedernido amante de la caballería. Según su “sano” juicio, las escalas a mano eran más rápidas de fabricar y valían más que las catapultas cuando eran hombres valerosos quienes echaban mano a ellas. La realidad fue muy diferente. Rebotando contra los muros sin hacer mella en ellos, los cruzados debieron contentarse con tender un cerco.

Entretanto, Bayazid (apodado “el rayo” por la velocidad de sus desplazamientos), había dejado con su ejército Adrinópolis y avanzaba a marchas forzadas rumbo a Tirnovo.

En el campamento cristiano se celebró un nuevo consejo de guerra para definir la estrategia para enfrentar al sultán. Del debate surgieron dos posturas abiertamente opuestas:

1º) Segismundo aconsejó emplear a los peones valacos como punta de lanza para extenuar a los ya de por sí cansados turcos. Conocía las tácticas de combate otomanas y por ello sabía que los turcos solían emplear también a gente ruda, “indigna”, como vanguardia. Luego de que los valacos desgastaran la primera línea enemiga, tocaría el turno a la caballería francesa de entrar en combate. El mismo en persona, con sus aliados transilvanos, se ocuparía de evitar que los sipahis (la caballería turca) arremetieran contra los flancos de los franceses. Según el rey húngaro, quién golpeaba último golpeaba mejor.

2º) Eu, el condestable de Francia, sostuvo por su parte que no habían viajado tan lejos para ver cómo al primer choque la chusma se desbandaba y huía. “Quedarnos atrás es deshonrarnos y exponernos al desprecio de todos”, dijo. Y no solo eso: exigió el primer puesto, amenazando que si éste le era arrebatado se sentiría agraviado. Bouciccaut y Nevers le apoyaron incondicionalmente. Los ideales de caballería seducían el ego mejor que las damas el corazón.

Eu se impuso y Segismundo se retiró desilusionado. Cuando abandonaban la tienda llegó un mensajero con la noticia de que el sultán estaba solo a seis horas de distancia.

G) La batalla:

Y desdichadamente para tantas vidas en juego (Constantinopla incluida), Segismundo tuvo razón.

El 25 de septiembre de 1396, dando la espalda a Nicópolis, la caballería francesa con Eu y Coucy al frente avanzaron en orden de combate. En la retaguardia quedaron los hospitalarios de Rodas, los alemanes y Segismundo, que impotente, seguía rumiando su iracundia.

Al primer choque, los caballeros de Eu aplastaron a la fuerza campesina que conformaba la vanguardia de Bayazid. Como tanques de guerra tras sus brillantes armaduras, los franceses sobrepasaron esta primera línea y arremetieron contra la infantería, desafiando nubes de venablos y flechas. Superados no en número sino en fuerza, los soldados turcos de a pié fueron también derrotados y puestos en fuga hacia la tercera línea, la de los sipahis. Los caballeros más experimentados aconsejaron entonces una pausa. Era necesario restablecer contacto con la vanguardia, que había quedado muy atrás. Pero los caballeros más jóvenes, alentados por el éxito, bregaban por seguir adelante. Y se salieron con la suya.

Mientras tanto, a sus espaldas, los resabios de la primera y segunda línea turca, junto con algunos sipahis, se habían reagrupado y atacaban las posiciones de Segismundo y sus aliados. Hubo una estampida de caballos sin jinetes pertenecientes a la caballería de reserva, que los pajes no pudieron contener. Los valacos y transilvanos creyeron que se trataba del preludio del desbande y se retiraron de la lucha. Con todo, Segismundo y el gran maestre del Hospital consiguieron mantener sus posiciones. Pero a último momento apareció un regimiento de 1500 servios comandados por el déspota Esteban Lazarevich, que odiaba a los húngaros más que a los propios otomanos. Estos servios, que componían el ejército de Bayazid en calidad de vasallos, decidieron la contienda. Segismundo debió ser retirado del campo de batalla y junto con el gran maestre de Rodas huyeron en una balsa por el Danubio.

Adelante, entretanto, las cosas tampoco iban bien para Eu y Coucy. Avanzando hacia una altiplanicie, esquivando empalizadas, caballos despanzurrados y cuerpos aplastados, los franceses perseguían al resto de la infantería. Pero en lo alto, donde esperaban encontrar a un sultán desmoralizado, se hallaron cara a cara con un cuerpo fresco y descansado de sipahis de reserva. Supieron de inmediato que había llegado el fin. Algunos huyeron pero gran parte de los sobrevivientes luchó hasta que los abatió el cansancio. Eu, Nevers y Coucy cayeron prisioneros. Pero muchos otros nobles, entre ellos Philippe de Bar y Odard de Chaseron murieron en la batalla.

H) Epílogo y consecuencias:

La batalla de Nicópolis tuvo un impacto profundo en la relación de fuerzas, en los Balcanes. En lo inmediato, aseguró el sometimiento de búlgaros y servios a los otomanos y la estrangulación de Constantinopla (que se salvó de caer porque Bayazid fue luego destrozado por Tamerlán en Ankara), cada vez más aislada de Occidente. También fijó el dominio otomano sobre esas latitudes durante unos quinientos años más y dejó al Reino de Hungría en las fauces del Islam.

Por el lado de Occidente, se hizo patente que las tácticas de combate vigentes, con la carga de caballería como piedra angular, no servían para enfrentar a los otomanos. Peor aún si consideramos además la falta de mando unificado, la indisciplina, la disensión, la arrogancia, el orgullo, la inmoralidad y el adiestramiento que envolvieron el devenir de la expedición de 1396.

I) Conclusión Final:

Nicópolis fue el triste desenlace del movimiento cruzado que se había iniciado exitosamente con la toma de Jerusalén, allá por finales del siglo XI. Entonces, existía un estado tapón con sede en Constantinopla, que aún era una potencia de primer plano, garantizando el flanco oriental de la cristiandad. Cuando las últimas cabezas de los caballeros cristianos rodaron a los pies de Bayazid, en 1396, la guerra entre cristianos y musulmanes se libraba ya a miles de kilómetros de Jerusalén, en la misma Europa y con una Constantinopla reducida a la condición de ciudad—estado. Más que nunca se hizo patente la locura de la Cuarta Cruzada y la inutilidad de todo el movimiento cruzado.

Guilhem de Encausse

Notas biográficas:

EU: Mariscal de Francia que dirigió la cruzada de 1396.

Bouciccaut: Mariscal de Francia, que participó de la batalla.

Coucy: Noble francés que dirigió la vanguardia, al lado de Eu, en Nicópolis.

Segismundo: Rey de Hungría (1387—1437), tomó parte en el desastre de Nicópolis.

Bayazid, el Rayo: Sultán otomano (1389—1402) vencedor en Nicópolis.

Esteban Lazarevich: déspota de Servia (1389—1427), que peleó al lado de los otomanos en su condición de vasallo.

Manuel II Paleólogo: emperador bizantino (1391—1425), mero espectador durante los sucesos de 1396.

Fuentes:

Steven Runciman (Historia de las Cruzadas)

Franz Georg Maier (Bizancio)

Bárbara W. Tuchman (Un espejo lejano)

George Duby (Atlas Histórico Mundial)

Ankara (1402)

Sitio de Tesalónica (1430)

Sitio de Constantinopla (1453)

El presente trabajo, escrito quinientos cincuenta años después de la caída de Constantinopla, es un tributo a la vez que un reconocimiento a los siete mil defensores que dieron sus vidas por una causa perdida y encontraron una muerte digna de los antiguos romanos, emperador incluido. Se trata de ocho páginas de meticuloso relato, que tratan esencialmente en detalle el último hálito de vida de uno de los Imperios más sorprendentes y tenaces que registre la Historia.

1) Introducción:

Hacia principios de 1453, el Imperio Bizantino estaba tocando a su fin. El emperador Constantino XI era soberano tan solo de una ciudad empobrecida y de unos pocos territorios en el Peloponeso. Constantinopla, la otrora urbe de casi un millón de habitantes, tenía ahora tan solo 50000. Pedro Tafur, un aventurero español que llegó a ella en 1437, escribió al respecto: “Sus habitantes son pocos; no van bien vestidos, sino miserablemente, mostrando la dureza de su suerte… El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero ahora se encuentra en tal estado que, como el resto de la ciudad, revela los males que el pueblo ha sufrido y aún sufre… En el interior, el edificio se conserva mal, excepto el sector de los aposentos del emperador, la emperatriz y sus sirvientes, y aún éstos, se apiñan en estrecho espacio. El boato del basileus sigue siendo magnífico, porque nada se ha suprimido de las antiguas ceremonias, pero bien considerado, es como un obispo sin sede.”

2) Antesala (fragmentos extraídos de la batalla de Nicópolis):

A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.

En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. La velocidad de su avance fue abrumadora tanto para bizantinos como para el resto de las tribus turcas de Anatolia (selyúcidas incluidos). En abril de 1326, los osmanlíes capturaron la ciudad de Brusa, en junio de 1329 derrotaron a los bizantinos en Pelecano y más tarde en Filocrene. Para Constantinopla, la dominación sobre Asia Menor (haciendo la excepción de Trebisonda), empezaba a tocar a su fin. En 1331 caía también Nicea; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.

Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. Los guerreros de Orján, desde entonces, empezaron afirmarse al otro lado de los estrechos. Cantacuceno los empleó tanto contra sus enemigos internos, como contra sus rivales externos (léase servios). En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.

Tras la abdicación de Cantacuceno al trono, Juan V empezó a pedir con mayor insistencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. Y realmente, los otomanos rebasaron Constantinopla, eludiéndola a la manera de una verdadera inundación. En 1359, luego de saquear sus arrabales, se dirigieron al interior de Tracia, y tomaron sucesivamente Demótica y Filípolis. En 1365, Murad, el sucesor de Orján llevó su capital a Adrinópolis, doscientos kilómetros tierra adentro. Cinco años después, servios y búlgaros, avizorando un futuro poco promisorio intentaron frenar la embestida, pero fueron barridos a orillas del río Maritza. En 1389, la batalla de Kosovo, significó la tumba de la independencia servia. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.

En 1393, Bayazid, sultán al morir Murad en Kosovo, conquistó Tirnovo, la capital del Reino Búlgaro Oriental. Poco más tarde ocupó Nicópolis, la fortaleza búlgara más importante de las riberas del Danubio. En ese estratégico paraje chocarían una vez más los ejércitos de la cristiandad y del Islam.

En 1402 Tamerlán destrozó a los otomanos cerca de Ankara. Constantinopla pudo respirar aliviada por unos decenios más, hasta que en 1451, Mahomet II (Mehmed II el Conquistador), decidió que era hora de poner fin a lo que restaba del Imperio Romano. No deseaba otra expedición occidental como la que su padre, Murad, había aplastado en Varna, en 1444, así que en 1452 empezó a planear la manera de capturar la advenediza ciudad.

Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (karamánidas y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante, plegado tanto a turcos como a mongoles.

3) Relación de fuerzas hacia 1453:

Bizantinos

Emperador: Constantino XI Paleólogo (1448—1453). 48 años, alto, esbelto y de porte militar.

Tropas: 5000 bizantinos y 2000 extranjeros, Genoveses en su mayoría.

Artillería: Unas pocas piezas, de pequeño calibre.

Flota: Entre 20 y 30 barcos de guerra.

Defensas: Magníficas pero muy viejas.

Constantinopla tiene la forma de un triángulo: dos de sus lados dan al mar y el restante une por tierra el Propóntide con el Cuerno de Oro.

En la sección terrestre se componen de una triple barrera:

1º) un foso de 18 metros de ancho por 7 de profundidad, reforzado por una pared fuerte pero baja;

2º) un muro de 8 metros de altura y

3º) una muralla de 13 metros de altura y 4 de espesor, con 96 torres, algunas de 18 metros. Todas las fortificaciones datan de la época del emperador Teodosio (Siglo IV de nuestra era), excepto las murallas de León V y Manuel I Comneno.

ImperioLa ciudad de Constantinopla y el Despotado de Mistra

Turcos Otomanos

Sultán. Mehmed II el Conquistador (1451—1481), 20 años de edad, enérgico.

Tropas: 100000 bashi—bazouks (soldados irregulares o saqueadores oportunistas). 50000—80000 soldados de línea. 12000 jenízaros.

Artillería: piezas de bronce, de 7—8 metros de longitud, que arrojan balas de granito de 550 kilos de peso a una distancia de 2 kilómetros.

Flota: flamante escuadra de 50 navíos de gran calado y 350 naves menores (incluidos transportes).

Defensas: El sultán ha mandado a construir Rumeli Hisar, “el estrangulador del Estrecho”. Se trata de una espléndida fortaleza ubicada a 8 kilómetros de los muros de Constantinopla, en el lado europeo. Del otro lado del Bósforo, donde el estrecho mide 800 metros de ancho, se halla la sección asiática del complejo. Los muros protegen los accesos marítimos de la capital bizantina, de modo que la ciudad ha quedado aislada por tierra y agua.

Imperio: Anatolia occidental, Norte de Grecia, Tracia, Bulgaria y parte de Servia y Albania.

4) El Estrangulador del Estrecho:

El 15 de abril de 1452, Mehmed II puso manos a la obra. 1000 maestros albañiles y entre 2000 y 2500 ayudantes fueron convocados por el sultán para erigir Rumeli Hisar. Unos meses antes, la misma plantilla de obreros había levantado la sección asiática del complejo, con el cual Mehmed pretendía estrangular a la capital imperial. Todos los habitantes de Constantinopla, emperador incluido, guiados por la curiosidad, se agolparon en la sección norte de las murallas para mirar el espectáculo. Las iglesias y monasterios extramuros fueron demolidos por los turcos para suministrar materiales de construcción.

El 30 de junio, Constantino XI decidió mover la primera pieza en ese gran tablero de ajedrez que tenía como escenario a la segunda Roma. Se reunió con su Consejo militar, y entre todos resolvieron enviar una embajada para entrevistarse con el sultán otomano. Simultáneamente despacharon víveres a los constructores de la fortaleza, como un gesto de buena voluntad hacia el Gran Turco.

Durante los días siguientes, los caballos de los sipahis pisotearon los huertos de los campesinos cristianos, como parte de un premeditado acto de provocación a los defensores. Todos los aldeanos que se quejaron fueron muertos sin excepción. Impotentes, los embajadores bizantinos manifestaron su descontento al sultán, pero éste les contestó secamente: “hago lo que me viene en gana”. Y no se quedó allí: “mandaré a decapitar a cuanto embajador envíe vuestro Señor después de ustedes”, agregó.

Hacia mediados de julio, Constantino XI decidió probar suerte una vez más. Comisionó a un par de infelices para tratar de convencer a Mehmed a deponer su actitud. En el campamento base de los turcos, el sultán les escuchó serenamente; no hizo ni un gesto ni se inmutó cuando los diplomáticos bizantinos apelaron a los últimos tratados celebrados, con el mayor tacto y deferencia posibles. Cuando terminaron de hablar, Mehmed solamente hizo un movimiento con la cabeza. Sus verdugos se acercaron, tomaron a los desprevenidos griegos por los brazos, les invitaron a reclinarse y ¡zas!, les degollaron de un golpe de alfanje.

El 31 de agosto, cuatro meses y medio después, Rumeli Hisar o “el estrangulador del Estrecho”, era estrenada por una flamante guarnición otomana. Entretanto, en Constantinopla, toda la población, se dedicaba a reunir materiales para el inminente asedio: espadas, flechas, cuadrillos, ballestas, piedras y los ingredientes secretos del famoso “fuego griego”, un líquido inflamable que ardía inclusive en el agua y quemaba horriblemente. Tan efectivo era, que se lo venía empleando desde los primeros asedios árabes a la ciudad.

A comienzos del otoño, Mehmed mandó a buscar su artillería a la capital, Adrinópolis (hoy Edirne). Decenas de yuntas de bueyes, no se sabe exactamente cuántas, arrastraron las pesadas piezas desde el corazón de Tracia hasta Rumeli Hisar. El 30 de septiembre, los turcos estrenaron con éxito el cañón más grande del mundo. Una colosal pieza de bronce de unos ocho metros de largo, que pesaba quince toneladas y podía arrojar balas de granito de unos 550 kilos de peso. Algunas fuentes señalan que se emplearon más de dos meses, 30 carros atados entre sí y 60 bueyes para traerla desde Adrinópolis (cientos de hombres iban alisando el camino para evitar que se volcara). El sultán quedó tan encantado con los ensayos, que ordenó al ingeniero húngaro que lo diseñó, un tal Urban, construir uno del doble del tamaño (se dice que Urban primero ofreció sus servicios al emperador, pero los empobrecidos griegos no pudieron satisfacer sus pretensiones económicas).

Para los bizantinos no todo fue malo durante ese último semestre de 1452. Hacia finales de octubre recibieron con alborozo la llegada de una pequeña flotilla procedente de Occidente. Desde sus bodegas descendieron unos 200 arqueros napolitanos, enviados por el Papa Nicolás V. Pero el semblante de los espectadores mudo rápidamente cuando, al final, desembarcaron el cardenal Isidoro, legado papal, y Leonardo, un arzobispo genovés procedente de la cercana Quíos. La gente los miró con frialdad y algunos hasta les lanzaron maldiciones: sabían que los latinos venían a imponer la unión de las Iglesias.

5) “Mas vale turbante de sultán que capelo de cardenal”:

El asunto de la unión forzosa con la Iglesia de Roma era una decisión tomada para Constantino, como medida extrema para salvar la capital. Pero nunca llegó a ser un hecho consumado. Se había suscitado una nueva controversia, de esas que hoy llamamos discusiones bizantinas, cuando el 20 de noviembre un evento devolvió a los griegos a la realidad. Ese día, un barco veneciano, desobedeciendo las órdenes del comandante de Rumeli Hisar, se negó a detenerse en los embarcaderos de la fortificación. Los turcos apuntaron hacia él sus cañones y lo hundieron sin ninguna consideración. Los sobrevivientes fueron apresados junto con el capitán. Éste fue clavado en una estaca y 30 de los tripulantes degollados a modo de escarmiento.

El 12 de diciembre, en Santa Sofía, los desmoralizados habitantes de Constantinopla debieron asistir a una nueva humillación. Cuando concurrieron a la gran basílica a escuchar la misa, se encontraron con la sorpresa de que el idioma griego había sido reemplazado en los oficios por el latín. Nadie mejor que el gran duque Notarás, la máxima figura después del emperador, para manifestar el estado de ánimo de los bizantinos. Sus palabras fueron mas o menos las siguientes: “Sería preferible el turbante del sultán al capelo de un cardenal o la tiara del papa”.

6) Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán:

Hacia principios de 1453, nadie en Constantinopla dudaba ya de las intenciones de Mehmed II. Solo restaba saber el cuándo, que ni siquiera Jalil Pachá, primer ministro otomano, conocía.

Constantino XI había aguardado durante todo un año la llegada de ayuda occidental. Pero su espera había sido en vano. Venecia, pese a que había perdido una embarcación ante los cañones turcos, estaba haciendo jugosos negocios en los puertos otomanos y no deseaba verse involucrada en una guerra onerosa e incierta. Su competidora, Génova, con una colonia propia en Pera, al este del Cuerno de Oro, e importantes factorías en Crimea, asumió la misma postura. Francia e Inglaterra estaban exhaustas tras la guerra de los cien años y no querían saber nada de un nuevo frente de combate. Hungría había aprendido la lección en Nicópolis y luego en Varna y las demás monarquías europeas… bien gracias.

Pero el 31 de enero, los bizantinos tuvieron aún motivos para festejar. Y no era para menos. Había llegado Giovanni Giustiniani Longo, un especialista en asedios, genovés de nacimiento, cuya fama era tal que hasta los propios venecianos accedieron a ponerse bajo su mando. Constantino XI le agradeció su presencia hasta las lágrimas y le designó comandante en jefe.

Junto con el gran capitán, arribó un destacamento completo de 700 soldados. Lentamente, el número de defensores iba creciendo, pero aún no era suficiente para cubrir casi 22 kilómetros de murallas y 96 torres, algunas de las cuales llegaban a medir casi 18 metros de altura.

Durante febrero, el sultán se contentó con disparar sus cañones frente a la guarnición, mas que nada para atemorizarla. El 28, unos 700 marineros venecianos, intimidados por la artillería turca, levaron anclas durante la noche y partieron silenciosamente hacia un lugar seguro. Los bizantinos reaccionaron con estupor y desprecio. Esos italianos de la República de San Marcos les tenían acostumbrados a ello. Avergonzado, el comandante veneciano, Gabriel Trevisano, juró solemnemente que las tripulaciones de sus seis navíos permanecerían en sus puestos hasta el final. “Si es necesario morirán por el honor de Dios y de toda la Cristiandad”, dijo.

7) “Quiero que me obsequies la Manzana Escarlata”:

A finales de Marzo, Mehmed II finalmente se decidió.

—¡Quiero que me hagáis un regalo —le dijo a Jalil Pachá— Quiero la Manzana Escarlata (Constantinopla) de obsequio.

El primer ministro se encogió de hombros, sorprendido, aturdido.

— Vuestros deseos son órdenes —respondió.

El 28 de Marzo la armada turca, compuesta de 50 naves de gran porte y de unas 350 embarcaciones más pequeñas, inundó el mar de Mármara. Para los bizantinos, que hasta entonces nunca habían visto una escuadra otomana, la decepción y el asombro llegaron a su punto más álgido. Desesperado, el emperador ordenó censar a la población para conocer cuántos griegos estaban dispuestos a pelear y morir como los “antiguos romanos”. Pero los resultados fueron decepcionantes: de una población de tan solo 50000 almas, la encuesta arrojó que había únicamente 4983 hombres aptos para el combate, sin contar a los extranjeros.

El 1º de abril, domingo de Pascuas, la población acudió una vez más a oír la misa. Más en esta ocasión se tomó el trabajo de caminar toda la ciudad en busca de templos donde los oficios se dijeran en griego. En Santa Sofía, la liturgia siguió el ritual latino, pero había más estorninos dentro que feligreses bizantinos.

Al día siguiente, entre 70000 y 100000 soldados irregulares, los bashi—bazouks, empedernidos saqueadores, se plantaron frente a las murallas terrestres, entre tiendas puntiagudas y miles de estandartes verdes. Tras ellos, llegaron unos 50000 soldados de línea (80000 según otras fuentes) y finalmente el sultán y su selecto cuerpo de 12000 jenízaros. Comenzaba uno de los asedios más dramáticos que hayan registrado las crónicas del medioevo.

8) La batalla:

Llevó tres días completos a los turcos cercar la legendaria ciudad, desde Blaquernas, en el Norte, hasta la Puerta Dorada, en el Sur, el mismo lapso de tiempo que los bizantinos emplearon para destruir los puentes sobre los fosos y cerrar el paso al Cuerno de Oro con una enorme cadena.

El sultán en persona mandó a levantar su tienda roja a una distancia de 500 metros de la puerta de San Romano (hoy Topkapi o puerta del Cañón), una de las secciones más débiles de las fortificaciones, ubicada al sur de Lykos. Al anochecer del 5 de abril, envió un heraldo a la ciudad con un mensaje que Constantino XI leyó con aprensión. Decía a grandes rasgos: “Rendíos inmediatamente y la ciudad será ocupada sin derramamiento de sangre, en cuyo caso se respetarán la vida y las propiedades de los habitantes. Rechazad mi proposición y todos seréis pasados a cuchillo hasta el último hombre”. La respuesta del emperador fue digna de los antiguos romanos: “Dios me ha confiado la defensa de la fe cristiana, del imperio y de la ciudad. El honor me impide rendirme”. Contrariado, el sultán se desquitó cañoneando la ciudad durante el alba del 6 de abril.

Consciente de que la puerta de San Romano era el sector adonde Mehmed se jugaría el resultado de la batalla, Constantino XI resolvió establecer su cuartel general en sus inmediaciones. El gran capitán genovés, Giustiniani, le imitó de buen grado. Estando allí establecidos, pudieron observar cómo, con siete u ocho certeros disparos, los grandes cañones turcos derribaban enormes trozos de mampostería. Algunas de las gigantescas torres, alcanzadas de lleno por los proyectiles de media tonelada de peso, empezaron a agrietarse. Pero lo más desalentador para los defensores fue ver los progresos que los otomanos hacían al abrigo de semejante fuego. El foso de 18 metros de ancho por 7—10 metros de profundidad, la primera línea defensiva, era rellenado sin que los pequeños cañones griegos pudieran impedirlo. Durante la noche, sin embargo, la guarnición bizantina reparó las averiadas murallas con una celeridad increíble. Emplearon con ese fin barriles de tierra, cajas, árboles y hasta pacas de algodón y lana. Alguien, entre los defensores, advirtió que con esos materiales podían amortiguar los efectos de la balacera. Y estaba en lo cierto.

Algo decepcionado por los magros resultados y sorprendido por la resolución de los bizantinos, Mehmed resolvió suspender el ataque con cañones, esperando la llegada de nuevas piezas procedentes de Edirne, donde el húngaro Urban no daba abasto con la fragua. Los defensores celebraron con júbilo y un enfervorizado griterío se elevó desde las almenas y parapetos de la ciudad, no así la guarnición de dos castillos extramuros. El sultán derribó sus muros a cañonazos y exterminó a todos, excepto a 76 soldados que fueron empalados a la sombra de las murallas, para mostrar a los bizantinos la suerte que les esperaba.

Hacia el 19 de abril, la lucha se había generalizado a lo largo de la muralla terrestre, adonde se hallaban las seis grandes puertas que permitían el acceso desde el Oeste: Adrinópolis (Edirnekapi), San Romano (Topkapi), Rhesiu (Mevlanakapi), Pege (Silivrikapi), Xylokerkos (Belgratkapi) y la Puerta de Oro (Yedikulekapi). Por su puesto que había decenas de puertas y poternas menores, pero el emperador las había mandado a tapiar, considerando que eran demasiadas. Solamente accedió a dejar algunas pequeñas poternas trabadas, para acometer a los sitiadores, sobre todo durante la noche. Una de ellas, la Puerta del Circo o Kerkaporta, sería luego tristemente recordada por los sucesos que tendrían lugar el 29 de mayo, hacia el final de la lucha.

¡450 metros!. Todos los cañones turcos habían estado machacando durante los últimos siete días el muro más bajo, de unos 8 metros de altura, que constituía la segunda línea defensiva de la ciudad. Y 450 metros se habían venido abajo. Los sitiadores, apoyados por no combatientes, acarreaban frenéticamente cajas con tierra, tablas y barriles para emparchar los huecos. Pero todo cuanto hacían inmediatamente Mehmed lo volvía a destruir con la potencia de su artillería. A los bizantinos la última esperanza que les quedaba era la tercera muralla, de unos trece metros de altura y cuatro de espesor, protegida por enormes torres de planta cuadrangular, algunas, y octogonal, otras. Estaban invictas desde la fundación de la ciudad, excepción hecha de aquella vergonzosa cruzada que había dirigido un veneciano, doscientos cincuenta años atrás.

El 20 de abril, el escenario bélico se mudó repentinamente al Mar de Mármara. Los centinelas turcos de Rumeli Hisar divisaron una pequeña formación de cuatro enormes galeras cristianas y dieron la voz de alerta. El almirante otomano las persiguió con cien embarcaciones menores, pero a último momento, el viento le jugó una mala pasada y lo dejó con las manos vacías. La flotilla cristiana pudo entrar al Cuerno de Oro y protegerse en el Petrion. Disgustado, el sultán mandó a azotar a su almirante con una varilla de hierro, a la vista de todos. Sería el último error que castigaría de esa manera. El próximo tendría como reprimenda la muerte, sin importar rangos ni jerarquías.

Constantino XI recibió a los recién llegados personalmente y les agradeció sinceramente por su valentía. Pero los capitanes de las naves le dejaron helado cuando él les preguntó acerca de los auxilios que vendrían de Occidente. “El Papa ha costeado diez galeras que puso bajo el mando del rey español de Nápoles, Alfonso V, pero éste se las guardó especulando con ser el próximo emperador de Constantinopla”, dijeron los marineros.

9) Cuando los barcos navegan también en tierra:

Mehmed, aturdido por la osadía de la escuadra cristiana, no se dejó sin embargo amedrentar. Por el contrario, apostó todas sus fichas a un ingenioso plan que había ideado desde los primeros momentos del asedio. Ordenó levantar un enorme malecón, valle arriba, que ascendía desde las orillas del Bósforo, sobre las colinas de Pera. A lo largo de 15 kilómetros revestidos con tablas y salvando un collado de 75 metros de altura, los turcos emplearon plataformas rodantes o bastidores para introducir unos setenta navíos de mediano calado en el Cuerno de Oro. Con ello consiguieron burlar la pesada cadena que, tendida entre Gálata y la torre de San Eugenio, impedía el acceso al estrecho. Fue una obra maestra de la ingeniería, que dejó boquiabiertos a los bizantinos. Ver embarcaciones “navegando” sobre tierra no era una cuestión de todos los días. Pero lo peor fue que otro tramo de 16 kilómetros de murallas exigía la atención de los defensores. ¡Y ya antes de que ello sucediera eran tan pocos, que la pérdida de un defensor se lloraba como la muerte de un hijo!

Constantino XI advirtió, no obstante, que los 70 navíos turcos no eran un oponente serio para sus 26 galeras de guerra. Estaba a punto de enviarlas a la lucha, cuando descubrió que los otomanos también habían desplazado cañones a la zona, para defender el perímetro. Hubo que resignarse a un segundo frente de batalla. Entretanto, la colonia genovesa de Pera, una fuente permanente de información sobre los movimientos turcos, había quedado completamente rodeada.

10) Los últimos treinta días del Imperio Romano:

El 4 de mayo, el Consejo solicitó al emperador que huyera hacia Europa, al cobijo de la noche. En su opinión, sería más provechosa su presencia en las cortes occidentales a los fines de obtener ayuda. Pero Constantino XI fue tajante: “Bien sabéis lo que está a punto de ocurrir. ¿Cómo abandonar las iglesias y a los sacerdotes del Señor? ¿Cómo dejar este trono y a mi pueblo? ¡Jamás saldré de aquí! Estoy dispuesto a morir con vosotros”.

Afuera, los cañones del sultán disparaban sin cesar y en la ciudad, la escasez de víveres empezaba a poner en evidencia las miserias humanas en tales circunstancias: se había formado un mercado negro donde los adinerados podían adquirir los que otros no. Tal vez para paliar la necesidad de vituallas pero principalmente para averiguar algo acerca de la tan esperada ayuda veneciana, Constantino XI comisionó a algunas de sus naves para partir durante la noche en busca de los italianos. Al abrigo de la oscuridad, las galeras abandonaron los muelles y pusieron rumbo al Egeo, sin que los turcos, fondeados en Diplolkionion, pudieran alcanzarlas.

Para el sábado 19 de mayo, los ingenieros de Mehmed habían trabajado con los carpinteros y sus ayudantes dos días con sus dos noches completas, casi sin dormir. Nadie quería ser objeto de la ira del sultán, como sucediera con el almirante de la flota, así que no hubo ninguna queja por las rudas jornadas de labor. Pero en la mañana de ese día, el fruto de su esfuerzo estuvo listo. Una colosal torre rodante, con troneras para los arqueros y ballesteros y plataformas voladas para saltar a las murallas emergió desde el campamento turco y fue lentamente acercada a la puerta de San Romano, guardada por el emperador en persona. La torre era inclusive más alta que las murallas y desde su cima, los turcos pudieron combatir efectivamente a los bizantinos, que se movían frenéticamente más abajo. Pero durante el anochecer, los defensores prendieron fuego al “juguete” de Mehmed y hasta lograron inclusive reparar la gran puerta. Con las primeras luces del nuevo día, la sorpresa del sultán quedó registrada en sus palabras: “¡aunque me lo hubieran jurado 37000 profetas, jamás hubiera creído a los cristianos hacer tanto en tan poco tiempo!”.

Al día siguiente, Mehmed respondió la osadía de los bizantinos con ataques en pequeña y en gran escala. En una de esas arremetidas, un alférez turco, ondeando un impecable estandarte verde, consiguió llegar a lo alto de las almenas, pero fue literalmente partido en dos por el alfanje de un cristiano. Con pavor, los turcos observaron cómo su precioso estandarte caía desde lo alto, directamente sobre el lodo eterno que se juntaba al pie de las murallas. Muchos se atemorizaron viendo en ello un signo de mal presagio. Uno de ellos fue el sultán en persona, quien raudamente partió a consultar a su astrólogo favorito para averiguar la fecha más propicia para lanzar un último asalto. Declaró que levantaría el asedio si este nuevo intento fracasaba.

El 23 de mayo, los bizantinos se reponían de sus heridas, cuando un cristiano amigo o tal vez un espía de extramuros, disparó hacia el interior una saeta con un mensaje: los turcos atacarían el martes 29 de mayo. Unos instantes después, el emperador corría en dirección al puerto, para recibir a uno de los navíos que había enviado veinte días antes en busca de la flota veneciana. Las noticias fueron desalentadoras: no se habían hallado trazas de las naves italianas en todo el Egeo. Habría que batallar solos.

Al día siguiente se produjo un eclipse lunar y cuando los habitantes de Constantinopla recorrían las calles en solemne procesión, el icono más santo de la ciudad, que portaban los de la primera fila, se escurrió de las andas. No habían terminado de levantarlo cuando se desató una furiosa granizada que obligó a suspender la procesión. Con las primeras luces del alba, todo el mundo observó un fenómeno atípico para esa época del año: la capital amaneció envuelta en un espeso manto brumoso. Muchos empezaron a pensar que también Cristo había abandonado la urbe.

El 27 de mayo, los defensores hicieron una última salida para incomodar a los sitiadores. Se empleó para ello una pequeña poterna, la puerta del Circo o Kerkaporta, que el último soldado en ingresar trabó mal luego de transponerla a su regreso en la ciudad. La moral, pese a todo, aún era elevada.

11) El ojo del huracán:

La calma del 28 de mayo, fue lo más parecido al ojo de un huracán; luego de ocho semanas de lucha, los dos ejércitos se concedieron una mutua tregua que fue empleada por cada bando para reposo y penitencia.

Cuartel general otomano: Los musulmanes se dedicaron a orar y a hacer las siete abluciones rituales. Los derviches e imanes recorrieron el campamento turco incitando a pelear y prometiendo a los soldados que si caían combatiendo a los infieles y con el santo nombre de Alá en los labios, irían directamente al paraíso. Mehmed II, por su parte, pasó revista a su tropa montado en un impecable destrero árabe color blanco. Prometió doble paga y tres días de saqueo si conquistaban la ciudad. Pero puso especial énfasis en remarcar que nadie debía dañar un solo edificio de la Manzana Escarlata. “Constantinopla es mía y yo haré de ella mi capital”, dijo.

Interior de Constantinopla: Miles de personas volvieron a desfilar por las calles con iconos sagrados y cruces. Iban cantando himnos y el grandioso Kyrie Eleison: “Señor, ten piedad de nosotros”. Al término de las ceremonias, se agolparon en Santa Sofía para participar de la que sería la última misa cristiana en la gran basílica (convertida posteriormente en mezquita). Se encendieron cientos de lámparas, candelas y velas, que iluminaron el lugar arrancando destellos de los hermosos mosaicos de Cristo, de la Virgen, de decenas de santos y antiguos emperadores y emperatrices. En la penumbra del recinto, perfumada de incienso, los feligreses se confesaron y comulgaron sin prestar atención al clérigo que tenían enfrente. A esas alturas ya nadie ponía atención en el cisma. Durante el atardecer, a medida que los rayos de sol se escurrían hacia los lejanos Ródopes, una extraña luz brilló en lo alto del cielo, sobre la cúpula de Santa Sofía. Algunos vieron en ella un reflejo de las hogueras que los turcos habían encendido en su campamento, otros juzgaron que se trataba de un fuego de San Telmo, pero la inmensa mayoría la interpretó como una señal funesta. Al ver la luz, el emperador se puso pálido. No era ajeno a la creencia generalizada que sostenía que Cristo había abandonado la ciudad. Momentos después, en palacio, se despidió de sus seres amados y de sus sirvientes, pidiéndoles perdón por cualquier ofensa que hubieren recibido de él. A medianoche volvió, espada en mano, a su puesto de combate, acompañado por su gran amigo, el chambelán Frantzos. De pasada en Santa Sofía, se detuvieron a orar, a confesarse y a comulgarse. Montaron nuevamente y llegaron a la puerta de San Romano, donde les aguardaba Giustiniani. Allí se apearon de sus caballos, se abrazaron con emoción y por fin, se despidieron, intuyendo quizá que ya no volverían a verse.

12) Y el final:

Algunos dicen que fue a la una y media de la madrugada. Otros sostienen que a las tres y unos pocos, al despuntar el alba. Lo cierto es que, en un momento dado, durante la oscuridad del 29 de mayo de 1453, Mehmed II ordenó el asalto general. Súbitamente resonaron las trompetas, redoblaron los atabales y entrechocaron los címbalos en el campamento turco. El silencio de la noche estalló en mil pedazos. Pronto, el sonido de los instrumentos otomanos fue contestado por el repicar de las campanas de la ciudad, que llamaban a los defensores al combate.

La primera horda de harapientos bashi—bazouks, salió disparada contra las grandes murallas agrietadas, sobre las cuales, los bizantinos cargaban sus arcos y ballestas. Lanzando salvajes alaridos, los peones turcos se precipitaron sin orden aparente, en filas tan compactas, que ninguna flecha cristiana, por más defectuosa que hubiese sido arrojada, erraba el blanco. Desde lo alto de los muros, los griegos contestaron también el ataque con el terrorífico fuego griego. Alcanzados por el líquido inflamable, muchos turcos se asaron vivos apenas pusieron pie en las escalas. Los que salieron corriendo con fuego en sus espaldas, desparramaron el incendio sobre las ramas que cubrían un poco más allá el foso. En ese primer ataque, que duró aproximadamente dos horas, se quemaron más individuos que durante todos los días de la caza de brujas, incluyendo la quema de los herejes cátaros, tan rigurosamente planeada por el papa Inocencio III dos siglos y medio antes.

Batallas imperio bizantino

Batallas imperio bizantino

La segunda oleada de los bashi—bazouks no tuvo mejor suerte. Un poco impaciente, Mehmed ordenó avanzar a su ejército regular, compuesto inclusive por vasallos serbios. En una sección de los muros, un cañonazo fortuito derribó parte de la improvisada empalizada con la que los defensores habían reparado una grieta colosal. Los turcos advirtieron rápidamente el hallazgo y se introdujeron por allí, pero fueron repelidos angustiosamente a flechazos. A eso de las ocho de la mañana, viendo que también sus tropas de línea habían fracasado, el sultán les ordenó retroceder. Estaba desesperado e iracundo. Todavía no habían podido hacer pie en lo alto de las fortificaciones.

En el interior de la ciudad, los defensores estaban extenuados al cabo de casi seis horas consecutivas de sangrienta lucha. Pero el ánimo era ideal. Constantino XI intercambiaba mensajeros constantemente con Giovanni Giustiniani y Gabriel Trevisano para mantenerse al tanto de la situación. Había pasado casi toda la noche gritando órdenes y por lo menos, en un par de ocasiones, había tenido que descargar el filo de su espada contra la silueta ascendente de esos bárbaros bashi—bazouks que parecían inacabables.

Poco antes de las diez de la mañana, Mehmed II resolvió jugar sus últimas cartas. Pasó revista a su hueste de jenízaros y prometió al primero de ellos que hiciera pie en las murallas, el gobierno de la provincia más rica de su Imperio. Invictos, descansados y resueltos, los mejores soldados del mundo partieron en silencio para la lucha. Su disciplina era tal, que cuando empezaron a subir por las escalas, no se inmutaron por el fuego griego ni por los flechazos que volaban por los aires. Cuando uno moría, inmediatamente otro ocupaba su lugar. Súbitamente, uno de ellos, llamado Hassán, consiguió abrirse paso entre las almenas, seguido de cerca por treinta camaradas. En vista de los acontecimientos, los turcos que estaban aún abajo o trepando las escaleras, lanzaron vivas y gritos de júbilo. Pero tan pronto como Hassán, cimitarra en mano, reclamó para sí el premio prometido por Mehmed, los bizantinos consiguieron hacerle caer. Mientras el pobre turco volaba hacia el suelo, los defensores le remataban con una lluvia de piedras y saetas.

A media mañana, hasta los jenízaros parecían haber fracasado, cuando dos hechos casi simultáneos vinieron a sentenciar la jornada para los griegos. Cuando los defensores estaban acabando con un gigantesco jenízaro que había conseguido trepar a las almenas, un grito de alarma hizo cundir el pánico. Unos 50 jenízaros corrían libremente en el interior de la ciudad, hacia una de las puertas, con la intención de abrirla a sus compañeros. Los turcos habían encontrado mal cerrada una pequeña poterna llamada Kerkaporta: la ciudad parecía condenada.

Muchos de la guarnición, aún no se habían recuperado de esa desagradable visión, cuando la noticia de que Giovanni Giustiniani había sido herido mortalmente, corrió como reguero de pólvora. El gran comandante genovés pidió ser llevado a una de sus naves, pese a que Constantino le rogó que se quedara, creyendo con razón que su partida derrumbaría la defensa. Y así fue. En vista de su retirada, los aliados italianos abandonaron sus puestos y salieron presurosos para abordar sus salvadoras embarcaciones. Todo estaba perdido. La defensa se desmoronó en cuestión de minutos.

Abajo, el sultán se había percatado que algo andaba mal en las filas de los defensores. Se acercó a husmear casi hasta la orilla del foso. Pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Y no perdió la ocasión. Lanzó a todo su ejercito nuevamente a la lucha. Quince minutos después una horda de por lo menos 30000 turcos avanzaba casi sin oposición por las calles de la ciudad.

Entretanto, en la puerta de San Romano, el emperador casi había quedado solo en la lucha. Fue su momento de gloria, el instante en que la Historia lo recibió en sus anales como el último de los romanos. Constantino XI, viendo que los turcos ya entraban en masas compactas y sabiendo que Mehmed había ofrecido una espléndida recompensa por su captura, se arrancó las insignias imperiales y gritó desesperado: “¿No hay un cristiano que me corte la cabeza?”. Segundos después se lanzaba a lo más encarnizado de la refriega, buscando una muerte digna del último emperador romano.

Cuando los turcos victoriosos se desbordaron por las calles, la matanza y la violencia se tornaron espantosos. Muchos habitantes corrieron aún en busca de la paz de Santa Sofía, entraron a ella y trabaron las puertas con tirantes de madera. Allí esperaron a que una antigua profecía se hiciera realidad. Según ésta, si algún enemigo penetraba hasta la columna de mármol ubicada en la plaza de enfrente, un ángel bajaría del cielo blandiendo su espada para rechazarlo. Pero cuando los turcos derribaron a mazazos las enormes puertas, se hizo evidente que ningún ángel aparecería.

En otros sectores de la ciudad, los gritos de terror y los lamentos llenaban cada resquicio de las casas, los monasterios e iglesias, mientras la sangre de los muertos se escurría hacia las calles bajas, en las adyacencias de los muelles y embarcaderos. En su sed de rapiña, los turcos se habían detenido a robar y violar, permitiendo a algunos sobrevivientes escapar hacia donde fondeaban las galeras imperiales, genovesas y venecianas. Fueron todas abordadas hasta el límite de su capacidad, y salieron en medio de la desolación. Nadie les incomodó durante la fuga. Hasta el mar había quedado vacío, puesto que los marineros turcos, alertados por los gritos en la ciudad, habían salido corriendo a reclamar su parte en el botín. Los estrechos parecían deshabitados.

Recién por la tarde, durante la última hora de luz, Mehmed entró en la Manzana Escarlata, como solía llamar a Constantinopla. Cabalgó lentamente por las calles de la ciudad y se dirigió a Santa Sofía. En el umbral de la Basílica observó a unos soldados escarbando con la punta de sus cuchillos para extraer un pedazo de mármol del pavimento. Los golpeó con la cara plana de su cimitarra: “¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios?. ¡Esta ciudad es mía!”, exclamó. Luego, se internó en la gran iglesia y reclinando su turbante hasta el suelo, dio las gracias a Alá. Se incorporó sin sacar los ojos de los mosaicos que decoraban las paredes y dispuso que un muecín llamara a la oración. A continuación, concluida la acción de gracias, cabalgó hacia la última morada del último emperador romano. En el camino preguntó por Constantino XI. Dos turcos le mostraron la cabeza de un hombre que unos griegos afirmaban era la de su señor. Otros le mencionaron que se había hallado un cuerpo sin cabeza, pero con borceguíes de púrpura en los pies, bordados con las águilas imperiales de Bizancio. Sin embargo, en ambos casos, la identificación era dudosa.

 

13) Conclusión:

La caída de Constantinopla ocasionó reproches mutuos y acusaciones de inacción entre las monarquías occidentales. Hasta ese momento, la ciudad había sido como una espina clavada en la carne del ascendente Imperio Otomano. Y muchos pensaron, entre ellos los mismos griegos, que la anciana reliquia, excelentemente fortificada, jamás caería. Pero Constantinopla cedió y los otomanos la convirtieron en el corazón de sus dominios. La sangre nueva que desde ella empezó a fluir llevó rápidamente a los otomanos a dominar todo el próximo Oriente y el norte de Africa. Y el Islam pudo regodearse de alcanzar latitudes que jamás había visto: Hungría, después de Mohácz, Otranto, en la bota de Italia, y las mismas puertas de Viena.

Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo.

Fuentes consultadas: La caída de Constantinopla, de John Julius Norwich, La Historia de las Cruzadas, de Steven Runciman, Atlas Histórico Mundial, de Georges Duby, Bizancio, de Franz Maier y mi griega amiga Katarina.

BATALLAS DEL IMPERIO BIZANTINO



Adrianópolis (378)

Decimum y Tricamarum (534)

Ravena (540)

Sitio de Sirmium (582)

Antioquía (613)

Jerusalén (614)

Sitio de Constantinopla (626)

Era Heraclio el emperador y estaba cumpliendo con una difícil campaña contra los persas sasánidas en 626, cuando estando en Lazica, muy lejos de la capital, se entera de que sus enemigos persas se habían aliado con los ávaros, los eslavos, gépidos y varias tribus bárbaras que por tierra y por mar pusieron sitio a Constantinopla.

No sería tarea fácil defender la enorme ciudad de las incontables hordas de guerreros aliadas con el disciplinado y eficiente ejército persa al mando del inteligente general Sahr Barz.

Inmediatamente se puso al frente de la defensa de la ciudad el patriarca Sergio, hombre muy popular en la capital, que veía cómo la religiosidad encendía los ánimos de la gente y procuraba que todos rezaran y pidieran a Dios que los proteja de los enemigos.

Las primeras acciones demostraron la gran superioridad de la flota bizantina sobre los barcos eslavos, quienes eran buenos navegantes pero no estaban bien organizados.

Obtenido el dominio de las aguas, los marinos bizantinos pudieron abastecer fácilmente a los habitantes sitiados, levantándoles la moral.

Días después, al atacar la flota bizantina a los sitiadores ávaros en tierra firme, estos entraron en pánico y huyeron, demostrando su desorganización, dejando solos a los persas.

Posteriormente Sahr Barz consideró que debía retirarse con parte de sus efectivos, hecho que fue aprovechado por Teodoro, hermano del emperador, que venció a las tropas persas apostadas frente a las murallas.

Los persas huyeron a Siria, levantando el sitio definitivamente, en lo que constituyó una de los hechos más recordados y dramáticos de toda la historia de Bizancio, porque no tenían al emperador, y fueron asediados por miles y miles de enemigos aliados en su contra.

La población tomó el hecho como algo divino, y agradeció con grandes festejos y con la confirmación de su fe ortodoxa.

Nínive (627)

Yarmuk (636)

Sitio de Jerusalén (638)

Sitio de Dvin (640)

Sitio de Constantinopla (717—718)

Akroinón (739)

Chipre (747)

Melitene y Teodosiópolis (752)

Anquialos (763)

Patras (805)

Pliska (811)

Antecedentes.

Hacia el año 679 los turcos búlgaros irrumpieron desde el Noreste y después de rechazar al ejército imperial se establecieron en la región al sur del Danubio, dominando sobre la previa población romana y eslava. Latinos y griegos ‹los romanos o «bizantinos» de la época‹ sufrieron tan durísimo y sostenido maltrato que se llegó a su práctica desaparición en las areas rurales; en apenas un cuarto de siglo. Nuevas oleadas de tribus búlgaras ocuparon de inmediato su lugar. Ya en torno al 700, el kanato búlgaro se había constituido como un genuino estado; muy cohesionado y rival de Bizancio.

Dadas las dificultades en oriente, (terrible guerra de supervivencia frente a los árabes), el imperio no pudo reaccionar durante algún tiempo. Sin embargo, entre el 740 y 775, Constantino V, tan genial militar como buen administrador, fue capaz de recomponer la situación en gran medida; a fuerza de sucesivas y demoledoras campañas que debilitaron sobremanera al Reino de Bulgaria. Es muy probable que de haber vivido algo más tiempo el emperador iconoclasta o de haber tenido continuidad su política y bien hacer, Bulgaria hubiera sucumbido por entonces; tal vez hasta su total y definitiva desaparición como entidad política. El desastroso reinado de la santa emperatriz Irene, restauradora del culto a los iconos y reliquias, otorgó un precioso respiro a búlgaros y también a los árabes. Hacia el 802 todo el mundo podía ver la obra de los iconoclastas dilapidada, el tesoro vacío y los enemigos pujantes; la nación sumida en una crisis profunda y peligrosa. Irene, sin otro apoyo ya que el del clero, monjes y mujeres de cerradas convicciones en el dogma, se vió apartada del poder, substituida por el que fuera su ministro de hacienda, Nicéforo. Aquel hombre de números, iconófilo pero más sensato en política y diligente, se propuso enmendar, entre otras cosas, la situación exterior.

Consideraciones estratégicas

Parece fuera de toda duda que Nicéforo pretendía recuperar el tiempo perdido y asestar una derrota decisiva a los búlgaros; una operación a «gran escala», de tal entidad que permitiera anexionar su territorio y volver a colocar la frontera norte del imperio sobre el río Danubio. A buen seguro, la idea de que aquel propósito había sido algo muy posible de alcanzar hacía apenas un par de décadas, estaba presente en su ánimo y en el de los allegados.

En suma, el objetivo sería dar fín al Reino de Bulgaria. Aniquilado el estado y su ejército; una parte de la población sería diezmada, el resto sometida a un traslado forzoso y reasentada, (tal vez en areas de Anatolia) y, en cualquier caso, asimilada. Una práctica «revisionista» de la historia muy del agrado de los bizantinos, casi en cualquier época.

Desde el 807 Nicéforo había puesto en marcha valientes y enérgicas medidas financieras con el objetivo de recuperar la maltrecha hacienda del estado. En el año 809 lanza una expedición punitiva sobre territorio búlgaro cuyo objetivo es mostrar fuerza y disuadir al kan de hostigar las provincias bizantinas fronterizas; que de este modo se podrían terminar de re—colonizar y recuperar con seguridad para el imperio. Servirían como retaguardia estratégica para la futura ampliación hacia el norte. Francos y árabes parecían estar en el curso de un periodo de transición y no cabía esperar acción hostil de ninguno de ellos.

A principios del 811, el necesario capital para la gran campaña se había obtenido. Y en unos meses, de Enero a Mayo, se reunió la fuerza militar en la que se pensaba.

Teatro de Operaciones.

El escenario de la campaña sería todo el territorio de lo que entonces era el Reino de Bulgaria. Una vía ascendía cercana al mar Negro hasta Mesembria y Varna. Desde allí , girando al oeste se alcanzaba Pliska. Otro camino seguía la margen del río Maritsa, desde Adrianopolis hasta Filipópolis y después Serdica. Filipópolis se unía con Pliska vía Nicópolis—Trnovo. La región al sur y oeste de Pliska es montañosa, con alturas medias entre 1000 y 2000 metros. Se continúa después un arco con las cumbres más importantes de la cordillera balcánica.

El río Tica , tal vez el escenario preciso de la batalla, nace en el corazón de este macizo, no lejos de Pliska, y en línea casi recta en dirección noreste acaba desembocando en el mar Negro. No lejos de su origen da lugar a un valle de extensión muy notable con extremos relativamente angostos y flancos de suave ascenso al principio pero en los que se acaba por topar con alturas notables .

Plan estratégico.

Considerando los acontecimientos que después se desarrollaron, es casi seguro que se contó con un elaborado plan estratégico, con dos fases bien definidas:

Una primera de aproximación, concentrando el ejército en algún punto froterizo para después dejar trascurrrir cierto tiempo sin operar, (así se podría valorar bien la poderosa fuerza que se presentaba, deberían cundir el temor y desánimo entre los búlgaros); por último, sucesivas tentativas falsas de ataque en areas diversas servirían para confundir al enemigo, pretendiendo evitar que él a su vez concentrara también los efectivos.

La segunda etapa significaría una maniobra envolvente desde el este y oeste, 2 columnas confluyendo sobre la ciudad de Pliska, capital del reino búlgaro. En el intervalo, a ser posible en batalla campal, se trataría de destruir la mayor parte del ejército del kan.

Al final; se sometería el campo y resto de ciudades a un sistemático pillaje y horror. La repoblación y «bizantinización» del país se iniciaría sin solución de continuidad. Principio del formulario

Consideraciones tácticas

Componentes del ejército bizantino.

No cabe duda de que la calidad y el volumen relativo de la fuerza reunida por Nicéforo fue algo muy extraordinario, sin parangón en un largo periodo de tiempo, antes y después. Incluía a casi todas las tropas móviles de los Tágmata y la mayoría que conformaban los Temas de Asia Menor y Tracia. Además de estas unidades regulares también se movilizó a un numeroso grupo de ciudadanos «voluntarios», de extracción social baja, que llevaban sus propias provisiones y armas ligeras, (garrotes y hondas) y que fueron distribuidos en secciones auxiliares de otras mayores. (Se afirma que tales se extraían de entre los humildes que se habían visto muy beneficiados por las reformas de Nicéforo y que constituían un incondicional y agradecido grupo de apoyo al soberano).

Amén de los oficiales de todas las unidades que íban a combatir, Nicéforo tuvo a bien llamar a un amplio y reluctante elenco de cortesanos. Su hijo y segundo emperador Estauracio, su yerno y curopalates Miguel Rangabé, el Magister Teoctisto, sus amigos y ayudantes Teodosio Salibaras y Sisinio Trifillius, el antíguo ministro de Irene llamado Aecio, incluso el prefecto de Constantinopla cuyo nombre no nos ha llegado. Sorprende mucho tal concentración de figuras importantes; parece razonable suponer que el emperador pretendía asegurarse de que ninguno de ellos aprovechaba su ausencia en la capital para hacerse con el poder. Por el contrario deseaba que hubiera muchos y encumbrados «testigos de su triunfo».

Como siempre es muy difícil dar una cifra total; pero podría ser plausible hablar de unos 80.000 hombres en orden de combate.

Operaciones y desarrollo táctico.—

1ª Fase.

A finales de Junio del 811 la masa del ejército bizantino acampó en las inmediaciones de la ciudad fronteriza de Markellai y «se dejó ver». Exhibiendo tamaño y medios, las tropas permanecieron en el lugar no menos de una quincena de días. El efecto intimidatorio se verificó: el Kan Krum solícitó por medio de carta la paz, dispuesto a ceder en casi todo. Nicéforo, por supuesto, no aceptó ni siquiera iniciar diálogo alguno. Varias fintas, (operaciones de diversión) se lanzaron sucesivamente para despistar sobre el objetivo real.

El 11 de Julio se desencadenó la verdadera ofensiva. Conforme a lo previsto, el ejército se dividió en dos cuerpos; uno avanzó por el este cerca de la costa del mar Negro y el otro por el interior hacia el oeste del territorio búlgaro. Ninguno encontró resistencia significativa y ambas se encontraron en Pliska apenas tres días después. La guarnición búlgara, unos 13.000 hombres fue arrollada y sucumbió hasta el último hombre. Otro destacamento (tal vez otros 15.000 guerreros), que el Kan envió en socorro fue del mismo modo neutralizado.

El día 19, el emperador Nicéforo envió una misiva oficial a Constantinopla en la que daba noticia de la victoria y loaba los acertados consejos que había recibido de su hijo Estauracio en la campaña.

Durante una semana, los soldados tuvieron libertad para saquear lo que hubiera en la ciudad y la región próxima, incluídas las cavas privadas de Krum y los boyardos de la corte búlgara. Después el palacio real y la mayor parte de la ciudad fue incendiada de forma premeditada. El tesoro del Kan pudo encontrarse y se repartió raudo entre los soldados y oficiales, aunque una parte importante pasó a las arcas del Tesoro imperial. Afirman las crónicas que Nicéforo pensó en voz alta, paseando sobre las ruinas humeantes, sobre los términos en los que se edificaría una nueva ciudad en aquel lugar, que llevaría y haría inmortal su nombre. Krum envió por entonces una segunda oferta de paz al emperador: «Observa, tu has triunfado. Toma aquello que desees y marcha en paz». Nicéforo no se dignó contestar.

Dió comienzo lo que se suponía «aprovechamiento del éxito»; el ejército bizantino avanzó en dirección oeste, hacia Serdica. Todo lo que aparecía a su paso era destruído, pueblos, cultivos y ganado. La marcha era, por ende, muy lenta. En ningún momento se encontraba resistencia seria. Se alcanzó la cordillera balcánica y, sin muchas precauciones, las tropas se introdujeron en un amplio valle en torno al tramo inicial de uno de los ríos que se originan allí; tal vez el correspondiente al que ahora se conoce con el nombre de «Tica».

2ª Fase.

El Kan no había permanecido inactivo. De hecho todo apunta a que tenía la ventaja de una buena información y recursos económicos importantes. Al parecer sabía de antemano cuales eran los objetivos del emperador, (suponemos la presencia de un espía entre los sirvientes de la cámara privada que incluso habría desertado en el periodo de concentración en la ciudad de Markellai). Después supo mantener vigías que siguieron con precisión los movimientos de la parte más importante del ejército bizantino y consiguió que las noticias le llegaran casi sobre el momento. Con oro y promesas obtuvo también el concurso de un número muy importante de mercenarios ávaros y eslavos

La información de Nicéforo y sus comandantes, casi seguro, representaba el extremo opuesto. Estaban convencidos de haber aniquilado la mayor parte de las huestes del kan y suponían a éste huyendo hacia el norte para no ser capturado. También entendían a la población búlgara completamente asustada e inerme.

Hacia el 23 de Julio, el ejército bizantino ocupó el centro de la cuenca del Tica y a buen seguro se desplegó para comenzar el saqueo y destrucción de granjas y pueblos en donde abundaba el agua, la caza, los pastos y el ganado. Al día siguiente, los mandos imperiales recibieron la noticia de que la salida sur y norte del territorio estaban bloqueadas por unas descomunales empalizadas con foso, que sin duda los búlgaros habían levantado en apenas 24 horas de ágil, silencioso y esforzado trabajo. Las alturas estaban ocupadas por guerreros que se dejaban ver y cuyo número seguramente aumentaba a cada hora que pasaba.

3ª Fase

Algunos oficiales bizantinos, (entre ellos se encontraba el propio Estauracio), plantearon la necesidad de asaltar de inmediato una de las barreras para evitar que se reforzara aún más y romper el cerco. Sin embargo, Nicéforo no lo consideró apropiado; se inclinaba más por un ataque diferido, no veía ninguna urgencia dado que el área era grande y permitía sostenerse con agua y viandas; tal vez después de un periodo prolongado se podría romper el cerco con efecto sorpresa o el Kan cayera en la tentación de entablar batalla abierta sobre el terreno. Difícil precisar cual de las dos opciones era mejor.

En cualquier caso se intentó mantener la calma, confianza y tranquilidad entre las tropas. Se decidió no informarlas de la situación; incluso para mayor refuerzo de «normalidad» se continuaron las acciones de destrucción y rapiña por el terreno llano. Entre tanto, aún demasiado seguros de su poder y faltos, tal vez, de órdenes precisas; las diferentes unidades ubicaron sus campamentos a cierta distancia unos de otros, sin protegerse con el reglamentario foso y cercado.

4ª Fase

Al caer la noche del viernes 25 de Julio, un salvaje griterío y el fúnebre son de tambores inundó el valle. Procedecían de los miles de gargantas y duras manos con las que contaban miles de enfebrecidos guerreros búlgaros, eslavos y ávaros, apostados en las laderas.

Antes de que amaneciera el sábado, un nutrido grupo de jinetes lanzó el primer ataque, evidentemente muy bien planeado y con un perfecto conocimiento del enemigo; golpeando directamente al grupo de tiendas donde se alojaba el emperador y sus allegados. La resistencia, si llegó a darse, no duró mucho; Nicéforo y la guardia personal debieron perecer en aquellos primeros momentos.

Los Tágmata, que estaban muy cerca, no tuvieron capacidad para organizarse; la mayoría montaron sobre sus caballos y emprendieron una huída sin sentido. Los Temas, cuando pudieron observar el campo imperial invadido y en llamas, con soldados imperiales en desordenada fuga, se sumaron a la desbandada general.

El desastre era ya imparable. Y no sería nada facil para nadie, valientes o cobardes, eludir el más cruel de los destinos.

El río formaba a su inmediato alrededor una zona pantanosa. Fue el primer obstáculo que debieron superar. Los primeros bizantinos en llegar se hundieron en el fango. Sólo cuando una verdadera masa de cuerpos cimentó varios «pasos», el resto de fugitivos pudo atravesar el area. Y detrás, a corta distancia, los guerreros búlgaros llenos de vigoroso brío vengador.

Cuando muchos ya se creían en el camino de la salvación, se toparon de frente con la empalizada en la salida sur del valle. En realidad había pocos soldados bulgaros guarneciendo el lugar, el problema sería la urgencia y la complejidad de la obra. Desesperados, los primeros bizantinos intentaron escalar el maderamen; la mayoría sólo consiguieron caer al vacío que había por detrás y sufrir una muerte lenta por fracturas múltiples. Algunas mentes que todavía eran capaces de pensar se pusieron manos a la obra, de modo que se consiguió prender fuego a sectores definidos de la estructura. A renglón seguido procedía construir algún puente o esperar a que los troncos asentaran sobre el foso para poder pasar en seguridad. Pero la inquietud y el pánico desbordaban toda precaución. Muchos no tuvieron sangre fría suficiente y comenzaron a pasar sobre los restos humeantes que cedieron para encontrar la muerte en el foso, verdadero horno en aquel momento. Sólo después de que ciertos espacios se rellenaran con muertos y madera pudieron conseguir salir del atolladero el resto de los desesperados, que en total desorden no cesaron de correr hacia el sur, hasta llegar a la ciudad de Adrianópolis

Consecuencias

Las pérdidas bizantinas fueron tremendas, tal vez algo más de los dos tercios del total de efectivos entre muertos, heridos y prisioneros. El séquito imperial, la guardia personal y los tágmata, (los primeros en huir), fueron los más afectados. El emperador Nicéforo, Teodosio Salibaris, Sisinio Trifillius, Aecio y el prefecto de Constantinopla; dos de los cuatro comandantes de los Tágmata, el doméstico de los excubitores y el drongario de la guardia perdieron la vida. Tambien murieron dos de los seis comandantes de los Temas, (en concreto el estratego de los Anatólicos y el de Tracia). El comandante de los Hicanati, Pedro el Patricio y otros muchos oficiales fueron capturados. Estauracio sufrió una terrible herida en la zona lumbar, cerca de la médula, que le ocasionó la parálisis de las extremidades inferiores. Apenas un año después murió, entre dolor y desesperación, seguramente por una sepsis secundaria a la gangrena del tejido.

Krum ejerció la máxima ostentación de su triunfo. El cuerpo de Nicéforo fue empalado y expuesto durante días, ante búlgaros y cautivos. Después seccionaron la cabeza; y la calota descarnada se cubrió de plata para confeccionar una copa con la que, se dice, el Kan bebió y brindó en cuantas ocasiones solemnes fueron propicias.

El resultado inmediato de la batalla fue la pérdida definitiva de las regiones búlgaras para el imperio. Bulgaria era ya algo «irreversible». Sin embargo, pese a la rotundidad de aquel verano negro para Bizancio, las consecuencias fueron menores de lo que a priori pudiera imaginarse. Semejante derrota hubiera podido dar fín a la existencia del imperio; si no estuviera fortalecido por las medidas políticas y militares que habían llevado a cabo los emperadores «isaurianos», (en particular León III y Constantino V). Garcias a ello no iban a faltar nuevos ciudadanos con capacidad de combatir; las poblaciones sentían el patriotismo que surge de saberse protegido por cierta equidad legal—social y de la convicción de vivir en una sociedad mejor, (en lo económico, cultural y moral), que la ofrecida por el invasor. León V el Armenio, uno de aquellos soldados iconoclastas de ideas religiosas sencillas pero desbordante hombría y alto sentido de la justicia, pudo tomar el poder poco después y reconducir la situación.

Krum llegó hasta los muros de Constantinopla pero después de su muerte, acaecida el 13 de Abril del 814, Bulgaria perdió fuerza en disputas por el poder. Por el contrario una nueva pléyade de emperadores iconoclastas, entendemos a Miguel II «el tartamudo» y Teófilo «el Justo» conducirían el imperio a un nuevo periodo de solidez y prosperidad, antesala del «renacimiento macedonio».

Bibliografía

Fuentes primarias.

Teophanes: Chronographia, ed. C. de Boor, 2 Vols. Leipzig, 1883. (489—490—491—492—493).

La conocida como «Crónica del año 811» trasladada al francés, se encuentra en el trabajo de DUJCEV, I: «La Chronique byzantine de l’an 811», Travaux et Mémoires, I (1965), pags: 205—254.

Trabajos modernos.—

TREADGOLD, Warren: «The bulgarian catastrophe» en The Byzantine Revival, 780—842; pags: 168—174, Stanford: Stanford University Press, 1988.

RUNCIMAN, Steven: A History of the First Bulgarian Empire, London: G. Bell and Sons,1930.

Versinikia (812)

El rey búlgaro Krum estaba asolando la frontera con Bizancio.

A principios el año 812 conquistó la fortaleza de Develtos, casi sin oposición, y envió un ultimátum a Constantinopla para que se firmara una paz con sus condiciones.

Al no aceptar inmediatamente el emperador Miguel Rangabé, Krum tomó Mesemvria en Noviembre de 812, donde capturó grandes reservas de fuego griego y oro.

Corría ya el año 813 y tanto el emperador como el patriarca Nicéforo abogaban por la aceptación de las condiciones de Krum, pero el poderoso y combativo monje Teodoro de Studion quería que los ejércitos bizantinos se enfrentaran con los búlgaros.

Se impuso Teodoro en la discusión, y Miguel aceptó salir a combatir.

Cerca de Adrianópolis, en Versinikia, Tracia, un enorme ejército bizantino se encontró cara a cara con las hordas de Krum.

El ejército bizantino estaba conformado por los distintos ejércitos locales de los themas.

Luego de varios días de indecisión mutua, sin que ninguno de los dos ejércitos tomara la iniciativa, el 22 de junio de 813, los ejércitos de Tracia y Macedonia atacaron a Krum, pero los del thema de Anatolia (tal vez el más numeroso e importante) conducidos por el strategos León el Armenio huyeron en lugar de apoyar a sus aliados.

Como era de prever, las hordas de Krum aplastaron a las de Tracia y Macedonia, inferiores en número y armamento, dando la victoria total al rey búlgaro.

Esta victoria tuvo como consecuencia el derrocamiento de Miguel Rangabé el 11 de Julio de 813, y fue consagrado en su lugar León IV el Armenio.

Por lo tanto, el responsable real de la derrota de Versinikia, por haber retirado sus ejércitos en el momento en que comenzaba la batalla, era nombrado emperador en lugar de su desdichado antecesor, que cargó con la culpa.

Krum, por su parte, siguió su camino por Tracia hasta los muros de Constantinopla, pero se fue pocos días después, impotente ante las murallas imponentes de la capital bizantina.

Adana (900)

Mantzikert (1071)

El año 1071 fue clave en el declive posterior del Imperio Bizantino.

El emperador Romano IV Diógenes, un capacitado noble militar de Capadocia que tenía mucha experiencia en batallas contra el temible pueblo de los pechenegos, decidió entrar en campaña contra los turcos selyúcidas, tribu que hacía continuas incursiones en Anatolia desde su base cerca de Armenia.

Los selyúcidas ya habían conquistado todo el Califato, incluida Bagdad.

Sin embargo eran tropas aún desorganizadas, sin el conocimiento táctico de las tropas bizantinas.

Pero también las tropas bizantinas de los themas tenían sus problemas, pues cada vez era mayor el número de mercenarios contratados (francos, normandos, cumanos, incluso pechenegos en detrimento de los soldados romanos, lo que les daba poca cohesión.

Si bien las primeras campañas de Romano fueron pequeños éxitos, al llegar cerca de la localidad armenia de Mantzikert, su ejército se vio rodeado por las tropas turcas comandadas por el excelente general Alp Arslan, y para empeorar la situación, Andrónico Ducas lo habr1a traicionado retirando sus tropas de la batalla.

El resultado fue un completo desastre en el campo de batalla, y la captura del emperador en manos de los selyúcidas.

A pesar de ello, los enemigos no se percataron de lo que tenían en sus manos, firmando un tratado sumamente ventajoso para Bizancio, donde casi no habría pérdidas territoriales, y liberando a Romano.

El verdadero desastre fue cometido por la oposición en Constantinopla, comandada por Miguel Psellos, verdadero artífice de la desgracia política de Bizancio.

La oposición destituye a Romano como consecuencia de la derrota, cuando el emperador llega a la capital comienza la guerra civil, es capturado y cegado de tal forma con hierros candentes que muere pocos días después.

Su sucesor, un hombre de Psellos, Miguel VII no era capaz de guiar el destino del Imperio, y además con su nombramiento se les dio una buena excusa a los selyúcidas para considerar rota la paz firmada con Romano y arrasar literalmente toda Asia menor.

Por lo tanto, la batalla de Mantzikert, si bien fue la muestra de cómo el ejército bizantino estaba en estado de debilidad y era propenso a las traiciones por parte de siniestros personajes, no fue tan determinante en el futuro del Imperio como la crisis política que se desató posteriormente de la mano del intrigante Psellos.

La desgracia recién había comenzado para Bizancio.

El destino de Anatolia.

Anatolia fue el corazón de Bizancio, pero esto fue hasta que a principios del siglo XI Basilio II decidió combatir a la aristocracia de Asia Menor, dando un giro a la política bizantina, creando una prioridad del territorio europeo (conquista y dominio de todo el territorio de los Balcanes) sobre el asiático.

Esto llevó a un debilitamiento del Estado Bizantino allí donde más fuerte había sido, de Capadocia y Anatolia salían todos los generales que se destacaban, y los magnates tenían verdaderos imperios personales, siempre al servicio del emperador, lo que igualmente no dejaba de ser un peligro, por las ambiciones personales que éstos pudieran tener.

Es por eso que después de la derrota en Mantzikert en 1071 y del desastre político de la guerra civil desatada por esa causa, el territorio no tuvo ni fuerzas ni organización para poder enfrentarse al invasor turco, que dicho sea de paso, no esperaba invadir al imperio, tenía otros objetivos porque esperaba dominar todos los territorios del Islam, pero no podía dejar pasar la oportunidad, y en pocos años, salvo las costas y algunos territorios occidentales, toda Asia menor había caído bajo su dominio, y aunque una gran cantidad de territorio fue reconquistado por Juan II Comneno, nunca más Anatolia y Capadocia fueron bizantinas, por lo que el peso del imperio fue cada vez más el territorio europeo, especialmente Tracia, Macedonia y Grecia.

Una curiosidad: ¿cómo llamaron los turcos selyúcidas, con Sulaimán a la cabeza en 1080, al sultanato que estaba formado por los territorios arrebatados a Bizancio? Pues sultanato de Rum, el sultanato de los romanos, toda una muestra de lo que significaba para ellos este triunfo ante Bizancio.

Según el estudio de ciertos historiadores, hay consenso en cuanto a establecer que el ciudadano medio bizantino (el trabajador de las ciudades o los campesinos) que ocupaba Capadocia o Anatolia, luego de las batallas que determinaron el dominio de los selyúcidas, al ver que éstos los respetaban y que la carga impositiva no era mayor (seguramente sería menor) que la que imponía el imperio, terminó aceptando con el paso del tiempo el dominio y la religión de los invasores (obviamente el Islam.)

Calavrytae (1078)

Miriokephalon (1175)

Antecedentes,

Tras la batalla de Mantzikert, (19 de Agosto de 1071) y después de un complejo proceso que ocupó alrededor de un siglo; la llanura central de Anatolia había cambiado sensiblemente su aspecto geográfico — económico — cultural. Los cultivos tradicionales habían casi desaparecido, en gran medida por la destrucción de la mayor parte de los antiguos sistemas de regadío; la población sedentaria se reducía viéndose sustituida por importantes masas de turcos, organizados en tribus o clanes y dedicados al pastoreo. La estructura de vías, servicios y mercados estaba en decadencia. Pequeños núcleos de organización política (reinos o sultanatos) se asentaban en comarcas que tendían a ser unidades muy aisladas. Algunos poderes con centro y jerarquía propios habían desarrollado una verdadera fuerza, muy ajena, sino francamente hostil al imperio de Constantinopla. Entre ellos destacaba el llamado Sultanato de Ikoniom (Konya), en Frigia, (un «estado homogéneo y sólido» según Diehl, Pág. 75), que ejercía cierta presión y amenaza sobre el área mediterránea y oriental del menguado Bizancio.

Consideraciones estratégicas.

Hacia la década de 1170, los principales rivales del imperio bizantino, (lo que en argot militar se denominan «enemigos naturales»), eran:

1) hacia occidente, el imperio alemán de Federico I; con el que chocaban intereses económicos y disputas geográficas sobre las provincias europeas.

2) hacia oriente, el sultanato de Ikoniom liderado por Kilidj Arslan II; refugio de hordas saqueadoras y con evidente ansia de desarrollo y conquista a costa de Bizancio.

Una colaboración y alianza tácita se había establecido entre esos dos elementos, que hacía mella en Constantinopla y bloqueaba en gran medida su capacidad de reacción en uno y otro caso. El emperador Manuel I Comneno decidió romper uno de los brazos de ese eterno «cascanueces» que acechaba al imperio. Escogió el sultanato de Ikoniom, tal vez, porque la situación parecía propicia. El nuevo emir de Alepo (Saladino) parecía tener más interés en debilitar a los turcos que su predecesor y podría ser un aliado («el enemigo de mi enemigo…».) Los «germanos» no parecían tener por entonces capacidad real de iniciar alguna acción hostil en la frontera occidental. Se podía reunir un ejército apropiado para la acción, que debería incluir necesariamente un objetivo imprescindible: Tomar y destruir la ciudad—capital de Ikoniom.

A veces se especula con la posibilidad de que Manuel Comneno pretendiera llevar a cabo una «recuperación» de la llanura de Anatolia para el imperio. Es difícil de aceptar y creer. Debía saber que para semejante labor no sería suficiente derrotar al sultanato; el cambio social descrito ya era demasiado importante como para «revisionarlo» de un golpe. Su verdadero interés era destruir, para siempre, la amenaza de Ikoniom. Después… ya se vería. En cualquier caso, tal hubiera sido una tarea de generaciones… manteniendo muy buena inteligencia y saber hacer en el círculo de gobierno bizantino…, algo en verdad difícil por entonces cuando la aristocracia y la «monotonía de genes» parecían imponerse…

Es seguro que Kilidj Arslan II, bien informado, intentó por todos los medios evitar el enfrentamiento y encontrar un compromiso. Manuel I Comneno (el emperador «caballero», así llamado entre los suyos por los modos y gustos «occidentales» que ostentaba) no aceptó ninguna componenda y, seguro de sus posibilidades, optó por la guerra.

Teatro de Operaciones.—

Ikoniom se sitúa en una región llana hacia el sudoeste de Anatolia, cerrada por una importante cordillera hacia el Norte, Sur y Oeste. El camino más directo para llegar a la ciudad desde territorio bizantino era entonces el marcado por un difícil paso entre montañas (el temible Tzyvritzé) ante el cual permanecían las ruinas de un viejo castillo (Myriokephalon— miríada de cabezas—alturas ahora llamada Asar Kalesi.) Tiene unos 25 Km. de longitud y se inicia por un estrecho desfiladero al que siguen secciones muy sinuosas, irregulares, boscosas; mas o menos anchas—estrechas, a veces limitadas por vertiginosos precipicios antes de llegar a un espacio central amplio ‹una llanura elevada‹ de casi 6 Km. de anchura. Después, una segunda sección estrecha similar a la primera descrita continúa antes de terminar definitivamente el paso y abrirse a la región periférica de Ikoniom, que apenas se situaba ya a unos 50 Km. desde allí.

Día 17 de Septiembre de 1176

Desarrollo táctico.—

1.— Manuel decidió dirigir su ejército hacia MyrioKephalon. Había, al menos, otra alternativa —retroceder y flanquear a través de la ruta que pasaba por la ciudad de Philomelion, (moderna Aksehir)— pero eligió ésta, tal vez, porque conocía el terreno y le impelía un deseo de rápida victoria.

El ejército turco parecía esperar al bizantino en la entrada del paso, lo cual era, en teoría la opción más juiciosa, dada su teórica inferioridad.

Muy de madrugada los dos ejércitos establecieron contacto visual. La vanguardia bizantina (sobre todo infantería) arremetió casi inesperadamente contra los turcos que aparentaban haber sido sorprendidos y emprendieron lo que parecía una alocada huída a través del paso. ¿Era una oportunidad de acabar todo pronto?

El ejército bizantino siguió a su vanguardia sin tomar más precauciones. Penetraron en tromba por el paso siguiendo un orden clásico «romano». En segundo escalón marchaban las compañías de Tágmata, detrás el «ala derecha», caballería bajo el mando de Balduino de Jerusalén ‹muchos tal vez mercenarios‹ seguido por el «tren de logística y de asedio» ‹carros pesados, cargados a tope y grandes animales de tiro incluidos‹. Después al «ala izquierda» , la guardia del emperador y por último la «retaguardia», con tropas escogidas dirigidas por el comandante más capaz, Andrónico Kontostephanos. Un estudio riguroso de fuentes y, sobre todo, el análisis del terreno permite afirmar que las tropas bizantinas, en total no superaban los 25.000 hombres. De los turcos es casi imposibles dar cifras, siquiera aproximadas.

Pronto las secciones perdieron contacto y el ejército estuvo estirado al máximo, sobre todo el «ala derecha» que intentaba no perder de vista a los que marchaban por delante ni tampoco el tren de logística que cada vez hacía más lento su camino en aquel espacio tan difícil.

2.— Parece evidente que importantes destacamentos turcos habían podido ocultarse entre árboles y barrancos o medias alturas, en los sectores más propicios de aquel primer tramo del paso.

En un momento dado cayeron como una marea furiosa sobre la desparramada «ala derecha» y el tren de logística. La carnicería fue grande. Balduino mismo resultó muerto, los carros incendiados y animales yacentes bloquearon el camino. Al parecer una inesperada tormenta de arena que se desencadenó complicó aún más el panorama para los bizantinos que no eran capaces de entender bien qué es lo que estaba ocurriendo.

Afirman que el emperador Manuel perdió la compostura y no fue capaz, durante algún tiempo, de tomar medida alguna. Sus mejores oficiales al final consiguieron que reaccionara, se organizaron compañías que en cerrada formación defensiva se fueron abriendo paso, limpiaron de enemigos el recorrido, empujaron fuera los bagajes y carros y permitieron que todas las tropas, al caer la tarde llegaran al espacio abierto «medianero» en el paso. Allí la vanguardia y los Tágmata les esperaban, en una posición fortificada en un tiempo record, porque intuían que atrás habían ocurrido problemas serios.

Durante toda la noche los bizantinos hubieron de repeler ataques feroces de jinetes turcos cuyos alaridos retumbaban entre las «mil» rocas o picos del paso.

3.— Al día siguiente, Manuel y sus oficiales pudieron valorar la situación. El ejército combatiente no había sufrido pérdidas decisivas, seguía siendo muy superior al turco; pero habían desaparecido los elementos de logística (no quedaba forraje, alimentos ni agua) y, sobre todo, los artefactos y materiales imprescindibles para el asedio a Ikoniom cuya construcción no podía improvisarse.

Procedía, ahora sí, llegar a un acuerdo con Kilidj Arslan. Se aceptó mantener el Statu Quo y el ejército bizantino pudo regresar a su país sin mayores contratiempos. («La retirada al día siguiente le permitió ver a Manuel, a cada paso, el sangriento recuerdo de la batalla, máquinas de guerra volcadas, caballos con el vientre abierto, cadáveres por millares», Diehl, Pág.76)

Consecuencias.—

Myriokephalon significó un enorme fracaso táctico y la pérdida de una buena oportunidad estratégica, tal vez, la última que se le dio al Imperio Bizantino. No volvió a intentarse, nunca más, otra campaña como aquella (condiciones, medios y objetivos.)

En occidente, Federico I pudo ufanarse y humillar ‹al menos «literariamente»‹ al emperador Manuel, según una carta que se conserva: «exigía a Manuel que, como rey griego, le tributase la sumisión debida» (Ostrogorski, Pág. 386.) Mayor insulto para un genuino emperador romano no cabía. Es muy probable que el acontecimiento alterara, y mucho, la psique del «caballero», («dicen que a partir de ese día, no se le vio nunca más reír», Diehl, Pág. 76). Manuel Comneno murió el 24 de Septiembre de 1180. Kilidj Arslan II le sobrevivió, hasta 1193.

Las principales fuentes son las de Nicetas CONIATES (Nicetae Choniatae Historia, ed. J.A. Van Dieten, 2 vols. Berlin—New York, 1975. Ver sobre todo páginas 176—182) y también Juan KINNAMOS (Epitomê Kinnamos, ed. A. Meineke, Bonn 1836. Ver Pág. 56)

Entre los artículos modernos destacamos:

LILIE, R. J.: «Die Schlacht von Myriokephalon (1176): Auswirkungen auf das byzantinische Reich im ausgehenden 12. Jahrhunert», Revue des Études Byzantines, 35 (1977) pags: 257—275

McGRATH, S.: Good Strategy, poor tactics, defeat. XII (Myriokephalon, 1176), U.S. Military West Point Academy Text, 1991

Otros textos citados:

DIEHL, Charles: L’Europe Orientale de 1081 a 1453, París: Presses Univertsaires de France, 1945

OSTROGORSKI, George: Historia del Estado Bizantino, Barcelona: EDAF, 1981 (Reimpr.)

Lo que sigue es la muy interesante respuesta que Francisco Aguado realiza en el ámbito del foro bizantino ante el requerimiento de Guilhem, ya que ambos son miembros del grupo— R C

—Nunca es fácil la guerra. Todavía hoy nuestro mundo se empeña en demostrarlo con suma crueldad. Sigue siendo un «arte», desde luego en ningún caso una «ciencia»; un horrible escenario donde el factor humano pesa como ningún otro, de una manera siempre decisiva. Y el hombre es «inexcrutable», sufre, duda, acierta y se equivoca, casi a la vez.

—¿Porqué cometió Manuel lo que parecen «errores de bulto» en Myriokephalon?

—¿Fueron, en verdad, tales? ¿Quién dió las ordenes?, nos comenta Guilhem

—¿Me gustaría saber si hubo una orden específica de algún comandante o del mismo Manuel para impulsar dicha arremetida? Y si no la hubo, ¿por qué se permitió que ese acto reflejo llevara directo a la vanguardia hacia la emboscada que les esperaba?

—Tal vez nunca sepamos la verdad. Pero conviene recordar algunos otros datos:

—Los turcos habían llevado a cabo una política de tierra quemada, quemaron los pastos, arrasaron cosechas y villas, envenenaron los pozos… Cerca de Myriokephalon los bizantinos padecían escasez de víveres y forrage, seguramente la disentería afectaba a un número no despreciable de soldados.

—La imagen, al alba del día 17, era la de que el sultán presentaba batalla a la entrada del paso, con un grupo numeroso; …es posible que estuvieran desmoralizados. En el primer contacto huyen… Si se desencadena entonces el ataque principal no era descabellado pensar que se consiguiera destruir a la mayoría de aquellos en el mismo paso… Al otro lado estaba Ikoniom, pastos y agua…

—¿Un comandante, ante la perspectiva de una victoria rápida no daría orden de precipitar los acontecimientos?

—Pero esa persecución rompió las normas…

—¿Porqué entonces la persecución que menciono en a/ ¿Será que tales ideales de caballería, traídos sobre todo de Francia, jugaron una mala pasada a los bisoños militares bizantinos? ¿Cuánto tuvo que ver la presencia de mercenarios occidentales entre las filas bizantinas?

—Creo entender esos pesares,… los mercenarios occidentales, tan engreídos, poco de fiar, la mayoría iletrados, (las lecciones de táctica les debían parecer «sermones» del obispo)…. Pero, en cualquier caso, sean soldados bizantinos o mercenarios,… una persecución «en caliente» que parecía ser el final de la batalla, (lo que todos los hombres desean desde que empieza la refriega), ¿cuantos jefes son capaces de detenerla, siquiera controlarla…?

—Guilhem nos recuerda y razona:

Cita Textual: “El ejército combatiente no había sufrido pérdidas decisivas, seguía siendo muy superior al turco,…¿Porqué Manuel no retomó al año siguiente la ofensiva?

—Desde luego, Myriokephalon no fue una catástrofe, los turcos no consiguieron avances o provechos significativos, al año siguiente las fuerzas imperiales derrotaron a ciertas huestes turcas en un lugar muy próximo. Sin embargo, según afirma el general McGrath «el Estado bizantino no tuvo ya capacidad para reunir y mantener en campaña un ejército tan importante, en medios y hombres; las arcas no cubrían un nuevo esfuerzo» (pag. 22). La guerra no es sólo cuestión de soldados; incluye pagas, comida, munición, armas, y mucho más… exige lo que Napoleón no cesaba de señalar: «dinero, dinero y más dinero». Los hombres de Bizancio, los sufridos campesinos y comerciantes, no podían cubrir mucho más con su penoso esfuerzo… y, los aristócratas, tan patriotas ellos en el papel, ¿podían?

—Una verdadera lástima.

Constantinopla (1204)

Pelagonia (1259).

Hacia 1258, el imperio de Nicea era la principal amenaza para todos los estados, latinos o griegos, que se repartían la parte europea el Imperio desde la época de la IV Cruzada: además de las posesiones de Nicea (centradas en Tesalónica), estaban el despotado de Epiro, el Imperio Latino (ya reducido a poco más que la ciudad de Constantinopla y alrededores), el principado franco de Acaya, el ducado también franco de Atenas y otros principados menores en Grecia y Tesalia, francos o griegos. El más poderoso de todos era, sin duda, el principado de Acaya, pero el déspota Miguel de Epiro había forjado un hábil sistema de alianzas, casando a dos hijas suyas con Guillermo de Acaya y con Manfredo, rey de Sicilia. Todos ellos, aunque tenían objetivos difícilmente compatibles, estaban unidos por su odio a Nicea, por lo que, impulsados por Miguel de Epiro, decidieron coaligarse contra Nicea.

En Nicea, Miguel VIII Paleólogo, excelente soldado y diplomático, estaba consolidando su poder tras hacerse coronar co emperador al lado del niño Teodoro Vatatzes, legítimo dueño de la púrpura imperial, e intentó conjurar el peligro por medios diplomáticos. Descartando poder neutralizar a Miguel de Epiro, envió una embajada al rey Manfredo, sin duda su adversario más ambicioso; la misión, sin embargo, fracasó rotundamente, siendo encarcelado durante dos años el propio embajador. También escribió al papa Alejandro, tentándole con la unión de las iglesias, pero éste no contestó. Finalmente, Balduino, el emperador latino, que temía casi tanto a Guillermo de Acaya como a Nicea, ofreció la paz, pero Miguel VIII consideró excesivas las contrapartidas territoriales que exigía.

Al final, no se pudo evitar la guerra. Miguel VIII reunió un ejército, integrado por tropas griegas, caballería eslava mercenaria y algunos mercenarios latinos, y lo envió a Macedonia, bajo el mando de su hermano Juan Paleólogo; este ejército, que debía contar con poco más de 10.000 hombres, sorprendió a las fuerzas de Epiro en Castoria, obligándole a retroceder hasta Epiro, mientras los niceanos tomaban Ocrida y las fortalezas vecinas.

Mientras tanto, los coaligados juntaban sus fuerzas; desde Italia, Manfredo envió a su suegro 400 caballeros alemanes, bien armados y con buenos caballos, junto a un contingente de infantería siciliana; desembarcaron en Avlona y se unieron en Arta a los restos del ejército de Epiro. Cerca de Arta se les unió Guillermo de Acaya, con un fuerte contingente de caballería franca e infantería, procedente de realizar la leva feudal en el Peloponeso. Juntos, se trasladaron a Tesalia; allí gobernaba Juan, hijo bastardo de Miguel de Epiro, que se les unió con un contingente válaco; finalmente, se incorporaron contingentes procedentes del ducado de Atenas y del resto de señoríos francos del norte de Grecia.

Completado el ejército, se dirigió a la llanura de Pelagonia, donde aguardaban Juan Paleólogo y sus tropas. Éste, superado numéricamente, tenía instrucciones de evitar el enfrentamiento, por lo menos hasta haber debilitado a los aliados por medios diplomáticos. A fin de cuentas, la coalición era débil, dado que por lo menos Guillermo de Acaya, Miguel de Epiro y Manfredo aspiraban a dominar Constantinopla, y el resto de potentados de la región debía temer que cualquiera de esos príncipes pudiese alcanzar sus fines. Y la animadversión tradicional entre griegos y latino sin duda no contribuía a aumentar la cohesión de ese ejército; aún así, su poder era formidable.

Juan Paleólogo estuvo sin duda a la altura de la tarea; al parecer, algunos caballeros de Acaya dispensaron demasiadas atenciones a la hermosa esposa de Juan de Tesalia y éste, al no conseguir satisfacción de Guillermo de Acaya, decidió abandonar la coalición; furioso, consiguió arrastrar a su padre en su defección, que se había convencido que la victoria aprovecharía mucho más a sus yernos que a él mismo; también es posible que algunos jefes epirotas hubiesen sido convenientemente sobornados. En consecuencia, durante la noche que precedió a la batalla, los contingentes de Tesalia y Epiro se retiraron.

El resto se puede atribuir sin duda al exceso de confianza de los latinos; confiados en su superioridad y despreciando al enemigo (pese a que en escaramuza previas la caballería pesada franca había hecho mal papel ante los jinetes ligeros de Nicea), debieron descuidar la guardia. Al amanecer, los sorprendidos latinos se encontraron con la defección de sus aliados y con que eran atacados por los de Nicea; sin tiempo para reagruparse y ante lo que se les venía encima, casi no ofrecieron resistencia y huyeron; bastantes de ellos fueron muertos, y muchos más apresados, incluidos buena parte de los señores francos de Grecia; entre ellos, Guillermo de Acaya, que si bien consiguió ocultarse durante unos días, al final fue reconocido y apresado.

La batalla confirmó la supremacía de Nicea en la región, y dejó al Imperio Latino sin otro aliado que la flota veneciana; sus días, sin duda, estaban contados.

El Imperio pudo establecer una cabeza de puente en el Peloponeso; aparte de los juramentos habituales de vasallaje y cese de cualquier hostilidad, para recuperar su libertad Guillermo de Acaya se vio obligado a entregar Mistra, Maina y Monemvasia, núcleo del futuro despotado de Morea. En otras regiones tuvo Miguel VIII menos suerte, pues pese a los esfuerzos realizados, tanto Miguel de Epiro como Juan de Tesalia consiguieron mantenerse en el poder hasta su muerte.

Pelecano y Filocrene (1329)

Luego de una serie de intrigas cortesanas y luchas internas que habían agotado económicamente al sufrido Imperio, con el emperador Andrónico III el Imperio Bizantino estaba bajo el mando de hombres mas jóvenes y emprendedores, lo cual los llevó a organizar una campaña en Bitinia para contrarrestar a los musulmanes en Enero de 1329.

Esta campaña fue dirigida, como correspondía, por el emperador en persona y su Gran Doméstico, Juan Cantacruceno, quien anteriormente había rechazado el cargo de co—emperador.

El problema era que los otomanos también tenían sangre nueva, pues a la muerte de Osman en 1326 lo sucedió su hijo Orjan, otro gran guerrero.

En el mes de Junio de 1329 Orján derrota a los bizantinos en Pelecano, muy cerca de Nicomedia, y más tarde en Filocrene, en la costa.

Consecuencias.

Esta campaña bizantina resultó tener resultados desastrosos a pesar de que Juan Cantacruceno logró volver con lo que quedaba de sus tropas a Constantinopla, incluido el emperador herido.

No se pudo evitar que cayera a manos de Orján la importantísima ciudad de Nicea en 1331, y luego de varios años este caudillo también se apoderó de Nicomedia (en 1337).

Antes, para evitar males mayores, Andrónico III se vió obligado a firmar un tratado con los otomanos en 1333 obligándose a pagarles tributo.

Kosovo (1389)

Nicópolis (1396)

A) Antesala:

A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.

En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. La velocidad de su avance fue abrumadora tanto para bizantinos como para el resto de las tribus turcas de Anatolia (selyúcidas incluidos). En abril de 1326, los osmanlíes capturaron la ciudad de Brusa, en junio de 1329 derrotaron a los bizantinos en Pelecano y más tarde en Filocrene. Para Constantinopla, la dominación sobre Asia Menor (haciendo la excepción de Trebisonda), empezaba a tocar a su fin. En 1331 caía también Nicea, la ciudad de los doscientos cuarenta torreones; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.

Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. Los guerreros de Orján, desde entonces, empezaron afirmarse al otro lado de los estrechos. Cantacuceno los empleó tanto contra sus enemigos internos, como contra sus rivales externos (léase servios). En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.

Tras la abdicación de Cantacuceno al trono, Juan V empezó a pedir con mayor frecuencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. Y realmente, los otomanos rebasaron Constantinopla, eludiéndola a la manera de una verdadera inundación. En 1359, luego de saquear sus arrabales, se dirigieron al interior de Tracia, y tomaron sucesivamente Demótica y Filípolis. En 1365, Murad, el sucesor de Orján llevó su capital a Adrinópolis, doscientos kilómetros tierra adentro. Cinco años después, servios y búlgaros, avizorando un futuro poco promisorio intentaron frenar la embestida, pero fueron barridos a orillas del río Maritza. En 1389, la batalla de Kosovo, significó la tumba de la independencia servia. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.

En 1393, Bayazid, sultán al morir Murad en Kosovo, conquistó Tirnovo, la capital del Reino Búlgaro Oriental. Poco más tarde ocupó Nicópolis, la fortaleza búlgara más importante de las riberas del Danubio. En ese estratégico paraje chocarían una vez más los ejércitos de la cristiandad y del Islam.

Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (danishmendíes y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante.

B) Los preparativos:

En 1394, a solo un año de la caída de Tirnovo, Occidente empezó a pensar en serio en la posibilidad de una aventura al estilo Cruzada de antaño. Pero lo hizo, justo es decirlo, no porque temiera por la suerte de Constantinopla, sino porque Segismundo, el nuevo rey de Hungría, utilizó toda sus influencias en Francia para sacudir la modorra de sus hermanos de religión.

Un siglo de gobierno de la dinastía angevina había estrechado los lazos de Hungría con la corona francesa, y la ascensión de Segismundo, el primero de los Luxemburgos no vino a torcer la historia. En agosto, una embajada húngara visitó París, donde relató las atrocidades que padecían los cristianos a manos de los turcos de Bayazid. Contaron como se los encarcelaba en mazmorras, se les secuestraban los hijos para convertirlos al Islam y se violaban las doncellas. Conmovidos, los franceses cedieron. Carlos, como jefe de los reyes cristianos dio su consentimiento. Eu, condestable de Francia, y Bouciccaut, mariscal, declararon que era deber de todo varón tomar las armas contra el infiel. Los embajadores magiares retornaron a su país con la mejor de las noticias: habría cruzada.

C) La partida:

Los cruzados dejaron Dijon el 30 de abril de 1396, en medio del alborozo general y en soberbio espectáculo. El cisma pontificio existente no importunó la expedición. Tanto Bonifacio, en Roma, como Benedicto, en Aviñon, bendijeron la cruzada con las acostumbradas absoluciones plenarias. Pero al decir de Meziers, la aventura comenzaba como casi todas las anteriores: prodigalidad e indisciplina, lujo y arrogancia. La vanagloria sería en realidad el enemigo a vencer.

Como siempre, los objetivos fueron desmedidos. Los cabecillas de la expedición pretendían expulsar a los turcos de los Balcanes, liberar a Constantinopla, pasar al Asia Menor y de allí marchar directo hacia Tierra Santa para reconquistar Jerusalén y el Santo Sepulcro. La vuelta la harían por mar.

La ruta escogida pasaba por Estrasburgo, Baviera, el Danubio superior y finalmente Buda, adonde les esperaban Segismundo y su mesnada.

D) El ejército cruzado:

No existen fuentes confiables que permitan conocer la magnitud de la fuerza expedicionaria. Un cronista alemán que tomó parte de la cruzada, un tal Schiltberger, cifró el número de la fuerza cristiana en 16.000. Los turcos seguramente debieron haber sido más numerosos, pero no tanto.

Si sabemos, en cambio, que a su llegada a Buda (Budapest), la cruzada era un crisol de razas: había franceses, alemanes (especialmente de Sajonia, Renania y Baviera), caballeros hospitalarios dirigidos por el gran maestre de Rodas en persona, valacos, transilvanos, navarros, españoles, bohemios, polacos y por su puesto, húngaros.

La cuestión del mando, agregó un problema adicional. Se celebró un consejo de guerra en Buda, donde Segismundo, apelando a su experiencia en la lucha contra los turcos, aconsejó esperar a que Bayazid tomara la iniciativa. Sostenía, con razón, que sería más conveniente aguardar a que los otomanos se cansaran en una marcha forzada (pues se creía que para entonces sitiaban Constantinopla), en lugar de salir ellos en busca del sultán. Además estaba la cuestión del terreno. Segismundo también opinaba que el territorio al sur del Danubio era muy peligroso, dado que tanto Servia como Bulgaria eran vasallos de Bayazid, y en tal condición estaban obligados a prestar ayuda militar al sultán (eran por lo tanto enemigos). Los franceses le trataron de cobarde. Con sus ideales de caballería inflándoles el ego, aseguraron que ellos podrían expulsar a los turcos de Europa dondequiera que se hallaran. “Si el cielo se desplomase, nosotros lo sostendríamos con las puntas de nuestras lanzas” dijeron jactanciosos. Segismundo debió resignarse.

E) El prólogo de la batalla:

Las fuerzas combinadas de la cristiandad salieron de Buda y siguieron el curso del Danubio. Segismundo con sus aliados de Valaquia y Transilvania iban en la retaguardia, observando azorados el pillaje, los crímenes y el saqueo que cometían adelante los franceses. Al ingresar en territorio cismático (léase de cristianos ortodoxos), el bandidaje fue total. En casi doscientos años de Cruzadas los franceses no solo no habían aprendido nada de sus errores sino que su arrogancia y frivolidad eran ahora casi tan grandes como su ego.

La primera victoria de los cruzados fue la captura de Vidin, la ciudad que fuera capital del Reino Búlgaro occidental. El señor vasallo que la defendía prefirió rendirla cuando los sitiadores prometieron respetar las vidas y bienes de la población. En Rachowa u Oryekova sucedió lo mismo, con la diferencia de que, tras la promesa, los cruzados se desdijeron de lo dicho y robaron y asesinaron sin piedad a sus habitantes búlgaros. El 12 de Septiembre de 1396 la vanguardia cruzada avistó en lo alto de un acantilado calizo a la ciudad Nicópolis.

F) Las estrategias:

Si los cruzados no tomaron por asalto Nicópolis fue porque su improvisación era descomunal. No tenían máquinas de asedio, trabucos, balistas, catapultas ni nada que se le pareciese. Nos han llegado las palabras de Bouciccaut, el mariscal de Francia y un empedernido amante de la caballería. Según su “sano” juicio, las escalas a mano eran más rápidas de fabricar y valían más que las catapultas cuando eran hombres valerosos quienes echaban mano a ellas. La realidad fue muy diferente. Rebotando contra los muros sin hacer mella en ellos, los cruzados debieron contentarse con tender un cerco.

Entretanto, Bayazid (apodado “el rayo” por la velocidad de sus desplazamientos), había dejado con su ejército Adrinópolis y avanzaba a marchas forzadas rumbo a Tirnovo.

En el campamento cristiano se celebró un nuevo consejo de guerra para definir la estrategia para enfrentar al sultán. Del debate surgieron dos posturas abiertamente opuestas:

1º) Segismundo aconsejó emplear a los peones valacos como punta de lanza para extenuar a los ya de por sí cansados turcos. Conocía las tácticas de combate otomanas y por ello sabía que los turcos solían emplear también a gente ruda, “indigna”, como vanguardia. Luego de que los valacos desgastaran la primera línea enemiga, tocaría el turno a la caballería francesa de entrar en combate. El mismo en persona, con sus aliados transilvanos, se ocuparía de evitar que los sipahis (la caballería turca) arremetieran contra los flancos de los franceses. Según el rey húngaro, quién golpeaba último golpeaba mejor.

2º) Eu, el condestable de Francia, sostuvo por su parte que no habían viajado tan lejos para ver cómo al primer choque la chusma se desbandaba y huía. “Quedarnos atrás es deshonrarnos y exponernos al desprecio de todos”, dijo. Y no solo eso: exigió el primer puesto, amenazando que si éste le era arrebatado se sentiría agraviado. Bouciccaut y Nevers le apoyaron incondicionalmente. Los ideales de caballería seducían el ego mejor que las damas el corazón.

Eu se impuso y Segismundo se retiró desilusionado. Cuando abandonaban la tienda llegó un mensajero con la noticia de que el sultán estaba solo a seis horas de distancia.

G) La batalla:

Y desdichadamente para tantas vidas en juego (Constantinopla incluida), Segismundo tuvo razón.

El 25 de septiembre de 1396, dando la espalda a Nicópolis, la caballería francesa con Eu y Coucy al frente avanzaron en orden de combate. En la retaguardia quedaron los hospitalarios de Rodas, los alemanes y Segismundo, que impotente, seguía rumiando su iracundia.

Al primer choque, los caballeros de Eu aplastaron a la fuerza campesina que conformaba la vanguardia de Bayazid. Como tanques de guerra tras sus brillantes armaduras, los franceses sobrepasaron esta primera línea y arremetieron contra la infantería, desafiando nubes de venablos y flechas. Superados no en número sino en fuerza, los soldados turcos de a pié fueron también derrotados y puestos en fuga hacia la tercera línea, la de los sipahis. Los caballeros más experimentados aconsejaron entonces una pausa. Era necesario restablecer contacto con la vanguardia, que había quedado muy atrás. Pero los caballeros más jóvenes, alentados por el éxito, bregaban por seguir adelante. Y se salieron con la suya.

Mientras tanto, a sus espaldas, los resabios de la primera y segunda línea turca, junto con algunos sipahis, se habían reagrupado y atacaban las posiciones de Segismundo y sus aliados. Hubo una estampida de caballos sin jinetes pertenecientes a la caballería de reserva, que los pajes no pudieron contener. Los valacos y transilvanos creyeron que se trataba del preludio del desbande y se retiraron de la lucha. Con todo, Segismundo y el gran maestre del Hospital consiguieron mantener sus posiciones. Pero a último momento apareció un regimiento de 1500 servios comandados por el déspota Esteban Lazarevich, que odiaba a los húngaros más que a los propios otomanos. Estos servios, que componían el ejército de Bayazid en calidad de vasallos, decidieron la contienda. Segismundo debió ser retirado del campo de batalla y junto con el gran maestre de Rodas huyeron en una balsa por el Danubio.

Adelante, entretanto, las cosas tampoco iban bien para Eu y Coucy. Avanzando hacia una altiplanicie, esquivando empalizadas, caballos despanzurrados y cuerpos aplastados, los franceses perseguían al resto de la infantería. Pero en lo alto, donde esperaban encontrar a un sultán desmoralizado, se hallaron cara a cara con un cuerpo fresco y descansado de sipahis de reserva. Supieron de inmediato que había llegado el fin. Algunos huyeron pero gran parte de los sobrevivientes luchó hasta que los abatió el cansancio. Eu, Nevers y Coucy cayeron prisioneros. Pero muchos otros nobles, entre ellos Philippe de Bar y Odard de Chaseron murieron en la batalla.

H) Epílogo y consecuencias:

La batalla de Nicópolis tuvo un impacto profundo en la relación de fuerzas, en los Balcanes. En lo inmediato, aseguró el sometimiento de búlgaros y servios a los otomanos y la estrangulación de Constantinopla (que se salvó de caer porque Bayazid fue luego destrozado por Tamerlán en Ankara), cada vez más aislada de Occidente. También fijó el dominio otomano sobre esas latitudes durante unos quinientos años más y dejó al Reino de Hungría en las fauces del Islam.

Por el lado de Occidente, se hizo patente que las tácticas de combate vigentes, con la carga de caballería como piedra angular, no servían para enfrentar a los otomanos. Peor aún si consideramos además la falta de mando unificado, la indisciplina, la disensión, la arrogancia, el orgullo, la inmoralidad y el adiestramiento que envolvieron el devenir de la expedición de 1396.

I) Conclusión Final:

Nicópolis fue el triste desenlace del movimiento cruzado que se había iniciado exitosamente con la toma de Jerusalén, allá por finales del siglo XI. Entonces, existía un estado tapón con sede en Constantinopla, que aún era una potencia de primer plano, garantizando el flanco oriental de la cristiandad. Cuando las últimas cabezas de los caballeros cristianos rodaron a los pies de Bayazid, en 1396, la guerra entre cristianos y musulmanes se libraba ya a miles de kilómetros de Jerusalén, en la misma Europa y con una Constantinopla reducida a la condición de ciudad—estado. Más que nunca se hizo patente la locura de la Cuarta Cruzada y la inutilidad de todo el movimiento cruzado.

Guilhem de Encausse

Notas biográficas:

EU: Mariscal de Francia que dirigió la cruzada de 1396.

Bouciccaut: Mariscal de Francia, que participó de la batalla.

Coucy: Noble francés que dirigió la vanguardia, al lado de Eu, en Nicópolis.

Segismundo: Rey de Hungría (1387—1437), tomó parte en el desastre de Nicópolis.

Bayazid, el Rayo: Sultán otomano (1389—1402) vencedor en Nicópolis.

Esteban Lazarevich: déspota de Servia (1389—1427), que peleó al lado de los otomanos en su condición de vasallo.

Manuel II Paleólogo: emperador bizantino (1391—1425), mero espectador durante los sucesos de 1396.

Fuentes:

Steven Runciman (Historia de las Cruzadas)

Franz Georg Maier (Bizancio)

Bárbara W. Tuchman (Un espejo lejano)

George Duby (Atlas Histórico Mundial)

Ankara (1402)

Sitio de Tesalónica (1430)

Sitio de Constantinopla (1453)

El presente trabajo, escrito quinientos cincuenta años después de la caída de Constantinopla, es un tributo a la vez que un reconocimiento a los siete mil defensores que dieron sus vidas por una causa perdida y encontraron una muerte digna de los antiguos romanos, emperador incluido. Se trata de ocho páginas de meticuloso relato, que tratan esencialmente en detalle el último hálito de vida de uno de los Imperios más sorprendentes y tenaces que registre la Historia.

1) Introducción:

Hacia principios de 1453, el Imperio Bizantino estaba tocando a su fin. El emperador Constantino XI era soberano tan solo de una ciudad empobrecida y de unos pocos territorios en el Peloponeso. Constantinopla, la otrora urbe de casi un millón de habitantes, tenía ahora tan solo 50000. Pedro Tafur, un aventurero español que llegó a ella en 1437, escribió al respecto: “Sus habitantes son pocos; no van bien vestidos, sino miserablemente, mostrando la dureza de su suerte… El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero ahora se encuentra en tal estado que, como el resto de la ciudad, revela los males que el pueblo ha sufrido y aún sufre… En el interior, el edificio se conserva mal, excepto el sector de los aposentos del emperador, la emperatriz y sus sirvientes, y aún éstos, se apiñan en estrecho espacio. El boato del basileus sigue siendo magnífico, porque nada se ha suprimido de las antiguas ceremonias, pero bien considerado, es como un obispo sin sede.”

2) Antesala (fragmentos extraídos de la batalla de Nicópolis):

A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.

En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. La velocidad de su avance fue abrumadora tanto para bizantinos como para el resto de las tribus turcas de Anatolia (selyúcidas incluidos). En abril de 1326, los osmanlíes capturaron la ciudad de Brusa, en junio de 1329 derrotaron a los bizantinos en Pelecano y más tarde en Filocrene. Para Constantinopla, la dominación sobre Asia Menor (haciendo la excepción de Trebisonda), empezaba a tocar a su fin. En 1331 caía también Nicea; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.

Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. Los guerreros de Orján, desde entonces, empezaron afirmarse al otro lado de los estrechos. Cantacuceno los empleó tanto contra sus enemigos internos, como contra sus rivales externos (léase servios). En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.

Tras la abdicación de Cantacuceno al trono, Juan V empezó a pedir con mayor insistencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. Y realmente, los otomanos rebasaron Constantinopla, eludiéndola a la manera de una verdadera inundación. En 1359, luego de saquear sus arrabales, se dirigieron al interior de Tracia, y tomaron sucesivamente Demótica y Filípolis. En 1365, Murad, el sucesor de Orján llevó su capital a Adrinópolis, doscientos kilómetros tierra adentro. Cinco años después, servios y búlgaros, avizorando un futuro poco promisorio intentaron frenar la embestida, pero fueron barridos a orillas del río Maritza. En 1389, la batalla de Kosovo, significó la tumba de la independencia servia. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.

En 1393, Bayazid, sultán al morir Murad en Kosovo, conquistó Tirnovo, la capital del Reino Búlgaro Oriental. Poco más tarde ocupó Nicópolis, la fortaleza búlgara más importante de las riberas del Danubio. En ese estratégico paraje chocarían una vez más los ejércitos de la cristiandad y del Islam.

En 1402 Tamerlán destrozó a los otomanos cerca de Ankara. Constantinopla pudo respirar aliviada por unos decenios más, hasta que en 1451, Mahomet II (Mehmed II el Conquistador), decidió que era hora de poner fin a lo que restaba del Imperio Romano. No deseaba otra expedición occidental como la que su padre, Murad, había aplastado en Varna, en 1444, así que en 1452 empezó a planear la manera de capturar la advenediza ciudad.

Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (karamánidas y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante, plegado tanto a turcos como a mongoles.

3) Relación de fuerzas hacia 1453:

Bizantinos

Emperador: Constantino XI Paleólogo (1448—1453). 48 años, alto, esbelto y de porte militar.

Tropas: 5000 bizantinos y 2000 extranjeros, Genoveses en su mayoría.

Artillería: Unas pocas piezas, de pequeño calibre.

Flota: Entre 20 y 30 barcos de guerra.

Defensas: Magníficas pero muy viejas.

Constantinopla tiene la forma de un triángulo: dos de sus lados dan al mar y el restante une por tierra el Propóntide con el Cuerno de Oro.

En la sección terrestre se componen de una triple barrera:

1º) un foso de 18 metros de ancho por 7 de profundidad, reforzado por una pared fuerte pero baja;

2º) un muro de 8 metros de altura y

3º) una muralla de 13 metros de altura y 4 de espesor, con 96 torres, algunas de 18 metros. Todas las fortificaciones datan de la época del emperador Teodosio (Siglo IV de nuestra era), excepto las murallas de León V y Manuel I Comneno.

ImperioLa ciudad de Constantinopla y el Despotado de Mistra

Turcos Otomanos

Sultán. Mehmed II el Conquistador (1451—1481), 20 años de edad, enérgico.

Tropas: 100000 bashi—bazouks (soldados irregulares o saqueadores oportunistas). 50000—80000 soldados de línea. 12000 jenízaros.

Artillería: piezas de bronce, de 7—8 metros de longitud, que arrojan balas de granito de 550 kilos de peso a una distancia de 2 kilómetros.

Flota: flamante escuadra de 50 navíos de gran calado y 350 naves menores (incluidos transportes).

Defensas: El sultán ha mandado a construir Rumeli Hisar, “el estrangulador del Estrecho”. Se trata de una espléndida fortaleza ubicada a 8 kilómetros de los muros de Constantinopla, en el lado europeo. Del otro lado del Bósforo, donde el estrecho mide 800 metros de ancho, se halla la sección asiática del complejo. Los muros protegen los accesos marítimos de la capital bizantina, de modo que la ciudad ha quedado aislada por tierra y agua.

Imperio: Anatolia occidental, Norte de Grecia, Tracia, Bulgaria y parte de Servia y Albania.

4) El Estrangulador del Estrecho:

El 15 de abril de 1452, Mehmed II puso manos a la obra. 1000 maestros albañiles y entre 2000 y 2500 ayudantes fueron convocados por el sultán para erigir Rumeli Hisar. Unos meses antes, la misma plantilla de obreros había levantado la sección asiática del complejo, con el cual Mehmed pretendía estrangular a la capital imperial. Todos los habitantes de Constantinopla, emperador incluido, guiados por la curiosidad, se agolparon en la sección norte de las murallas para mirar el espectáculo. Las iglesias y monasterios extramuros fueron demolidos por los turcos para suministrar materiales de construcción.

El 30 de junio, Constantino XI decidió mover la primera pieza en ese gran tablero de ajedrez que tenía como escenario a la segunda Roma. Se reunió con su Consejo militar, y entre todos resolvieron enviar una embajada para entrevistarse con el sultán otomano. Simultáneamente despacharon víveres a los constructores de la fortaleza, como un gesto de buena voluntad hacia el Gran Turco.

Durante los días siguientes, los caballos de los sipahis pisotearon los huertos de los campesinos cristianos, como parte de un premeditado acto de provocación a los defensores. Todos los aldeanos que se quejaron fueron muertos sin excepción. Impotentes, los embajadores bizantinos manifestaron su descontento al sultán, pero éste les contestó secamente: “hago lo que me viene en gana”. Y no se quedó allí: “mandaré a decapitar a cuanto embajador envíe vuestro Señor después de ustedes”, agregó.

Hacia mediados de julio, Constantino XI decidió probar suerte una vez más. Comisionó a un par de infelices para tratar de convencer a Mehmed a deponer su actitud. En el campamento base de los turcos, el sultán les escuchó serenamente; no hizo ni un gesto ni se inmutó cuando los diplomáticos bizantinos apelaron a los últimos tratados celebrados, con el mayor tacto y deferencia posibles. Cuando terminaron de hablar, Mehmed solamente hizo un movimiento con la cabeza. Sus verdugos se acercaron, tomaron a los desprevenidos griegos por los brazos, les invitaron a reclinarse y ¡zas!, les degollaron de un golpe de alfanje.

El 31 de agosto, cuatro meses y medio después, Rumeli Hisar o “el estrangulador del Estrecho”, era estrenada por una flamante guarnición otomana. Entretanto, en Constantinopla, toda la población, se dedicaba a reunir materiales para el inminente asedio: espadas, flechas, cuadrillos, ballestas, piedras y los ingredientes secretos del famoso “fuego griego”, un líquido inflamable que ardía inclusive en el agua y quemaba horriblemente. Tan efectivo era, que se lo venía empleando desde los primeros asedios árabes a la ciudad.

A comienzos del otoño, Mehmed mandó a buscar su artillería a la capital, Adrinópolis (hoy Edirne). Decenas de yuntas de bueyes, no se sabe exactamente cuántas, arrastraron las pesadas piezas desde el corazón de Tracia hasta Rumeli Hisar. El 30 de septiembre, los turcos estrenaron con éxito el cañón más grande del mundo. Una colosal pieza de bronce de unos ocho metros de largo, que pesaba quince toneladas y podía arrojar balas de granito de unos 550 kilos de peso. Algunas fuentes señalan que se emplearon más de dos meses, 30 carros atados entre sí y 60 bueyes para traerla desde Adrinópolis (cientos de hombres iban alisando el camino para evitar que se volcara). El sultán quedó tan encantado con los ensayos, que ordenó al ingeniero húngaro que lo diseñó, un tal Urban, construir uno del doble del tamaño (se dice que Urban primero ofreció sus servicios al emperador, pero los empobrecidos griegos no pudieron satisfacer sus pretensiones económicas).

Para los bizantinos no todo fue malo durante ese último semestre de 1452. Hacia finales de octubre recibieron con alborozo la llegada de una pequeña flotilla procedente de Occidente. Desde sus bodegas descendieron unos 200 arqueros napolitanos, enviados por el Papa Nicolás V. Pero el semblante de los espectadores mudo rápidamente cuando, al final, desembarcaron el cardenal Isidoro, legado papal, y Leonardo, un arzobispo genovés procedente de la cercana Quíos. La gente los miró con frialdad y algunos hasta les lanzaron maldiciones: sabían que los latinos venían a imponer la unión de las Iglesias.

5) “Mas vale turbante de sultán que capelo de cardenal”:

El asunto de la unión forzosa con la Iglesia de Roma era una decisión tomada para Constantino, como medida extrema para salvar la capital. Pero nunca llegó a ser un hecho consumado. Se había suscitado una nueva controversia, de esas que hoy llamamos discusiones bizantinas, cuando el 20 de noviembre un evento devolvió a los griegos a la realidad. Ese día, un barco veneciano, desobedeciendo las órdenes del comandante de Rumeli Hisar, se negó a detenerse en los embarcaderos de la fortificación. Los turcos apuntaron hacia él sus cañones y lo hundieron sin ninguna consideración. Los sobrevivientes fueron apresados junto con el capitán. Éste fue clavado en una estaca y 30 de los tripulantes degollados a modo de escarmiento.

El 12 de diciembre, en Santa Sofía, los desmoralizados habitantes de Constantinopla debieron asistir a una nueva humillación. Cuando concurrieron a la gran basílica a escuchar la misa, se encontraron con la sorpresa de que el idioma griego había sido reemplazado en los oficios por el latín. Nadie mejor que el gran duque Notarás, la máxima figura después del emperador, para manifestar el estado de ánimo de los bizantinos. Sus palabras fueron mas o menos las siguientes: “Sería preferible el turbante del sultán al capelo de un cardenal o la tiara del papa”.

6) Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán:

Hacia principios de 1453, nadie en Constantinopla dudaba ya de las intenciones de Mehmed II. Solo restaba saber el cuándo, que ni siquiera Jalil Pachá, primer ministro otomano, conocía.

Constantino XI había aguardado durante todo un año la llegada de ayuda occidental. Pero su espera había sido en vano. Venecia, pese a que había perdido una embarcación ante los cañones turcos, estaba haciendo jugosos negocios en los puertos otomanos y no deseaba verse involucrada en una guerra onerosa e incierta. Su competidora, Génova, con una colonia propia en Pera, al este del Cuerno de Oro, e importantes factorías en Crimea, asumió la misma postura. Francia e Inglaterra estaban exhaustas tras la guerra de los cien años y no querían saber nada de un nuevo frente de combate. Hungría había aprendido la lección en Nicópolis y luego en Varna y las demás monarquías europeas… bien gracias.

Pero el 31 de enero, los bizantinos tuvieron aún motivos para festejar. Y no era para menos. Había llegado Giovanni Giustiniani Longo, un especialista en asedios, genovés de nacimiento, cuya fama era tal que hasta los propios venecianos accedieron a ponerse bajo su mando. Constantino XI le agradeció su presencia hasta las lágrimas y le designó comandante en jefe.

Junto con el gran capitán, arribó un destacamento completo de 700 soldados. Lentamente, el número de defensores iba creciendo, pero aún no era suficiente para cubrir casi 22 kilómetros de murallas y 96 torres, algunas de las cuales llegaban a medir casi 18 metros de altura.

Durante febrero, el sultán se contentó con disparar sus cañones frente a la guarnición, mas que nada para atemorizarla. El 28, unos 700 marineros venecianos, intimidados por la artillería turca, levaron anclas durante la noche y partieron silenciosamente hacia un lugar seguro. Los bizantinos reaccionaron con estupor y desprecio. Esos italianos de la República de San Marcos les tenían acostumbrados a ello. Avergonzado, el comandante veneciano, Gabriel Trevisano, juró solemnemente que las tripulaciones de sus seis navíos permanecerían en sus puestos hasta el final. “Si es necesario morirán por el honor de Dios y de toda la Cristiandad”, dijo.

7) “Quiero que me obsequies la Manzana Escarlata”:

A finales de Marzo, Mehmed II finalmente se decidió.

—¡Quiero que me hagáis un regalo —le dijo a Jalil Pachá— Quiero la Manzana Escarlata (Constantinopla) de obsequio.

El primer ministro se encogió de hombros, sorprendido, aturdido.

— Vuestros deseos son órdenes —respondió.

El 28 de Marzo la armada turca, compuesta de 50 naves de gran porte y de unas 350 embarcaciones más pequeñas, inundó el mar de Mármara. Para los bizantinos, que hasta entonces nunca habían visto una escuadra otomana, la decepción y el asombro llegaron a su punto más álgido. Desesperado, el emperador ordenó censar a la población para conocer cuántos griegos estaban dispuestos a pelear y morir como los “antiguos romanos”. Pero los resultados fueron decepcionantes: de una población de tan solo 50000 almas, la encuesta arrojó que había únicamente 4983 hombres aptos para el combate, sin contar a los extranjeros.

El 1º de abril, domingo de Pascuas, la población acudió una vez más a oír la misa. Más en esta ocasión se tomó el trabajo de caminar toda la ciudad en busca de templos donde los oficios se dijeran en griego. En Santa Sofía, la liturgia siguió el ritual latino, pero había más estorninos dentro que feligreses bizantinos.

Al día siguiente, entre 70000 y 100000 soldados irregulares, los bashi—bazouks, empedernidos saqueadores, se plantaron frente a las murallas terrestres, entre tiendas puntiagudas y miles de estandartes verdes. Tras ellos, llegaron unos 50000 soldados de línea (80000 según otras fuentes) y finalmente el sultán y su selecto cuerpo de 12000 jenízaros. Comenzaba uno de los asedios más dramáticos que hayan registrado las crónicas del medioevo.

8) La batalla:

Llevó tres días completos a los turcos cercar la legendaria ciudad, desde Blaquernas, en el Norte, hasta la Puerta Dorada, en el Sur, el mismo lapso de tiempo que los bizantinos emplearon para destruir los puentes sobre los fosos y cerrar el paso al Cuerno de Oro con una enorme cadena.

El sultán en persona mandó a levantar su tienda roja a una distancia de 500 metros de la puerta de San Romano (hoy Topkapi o puerta del Cañón), una de las secciones más débiles de las fortificaciones, ubicada al sur de Lykos. Al anochecer del 5 de abril, envió un heraldo a la ciudad con un mensaje que Constantino XI leyó con aprensión. Decía a grandes rasgos: “Rendíos inmediatamente y la ciudad será ocupada sin derramamiento de sangre, en cuyo caso se respetarán la vida y las propiedades de los habitantes. Rechazad mi proposición y todos seréis pasados a cuchillo hasta el último hombre”. La respuesta del emperador fue digna de los antiguos romanos: “Dios me ha confiado la defensa de la fe cristiana, del imperio y de la ciudad. El honor me impide rendirme”. Contrariado, el sultán se desquitó cañoneando la ciudad durante el alba del 6 de abril.

Consciente de que la puerta de San Romano era el sector adonde Mehmed se jugaría el resultado de la batalla, Constantino XI resolvió establecer su cuartel general en sus inmediaciones. El gran capitán genovés, Giustiniani, le imitó de buen grado. Estando allí establecidos, pudieron observar cómo, con siete u ocho certeros disparos, los grandes cañones turcos derribaban enormes trozos de mampostería. Algunas de las gigantescas torres, alcanzadas de lleno por los proyectiles de media tonelada de peso, empezaron a agrietarse. Pero lo más desalentador para los defensores fue ver los progresos que los otomanos hacían al abrigo de semejante fuego. El foso de 18 metros de ancho por 7—10 metros de profundidad, la primera línea defensiva, era rellenado sin que los pequeños cañones griegos pudieran impedirlo. Durante la noche, sin embargo, la guarnición bizantina reparó las averiadas murallas con una celeridad increíble. Emplearon con ese fin barriles de tierra, cajas, árboles y hasta pacas de algodón y lana. Alguien, entre los defensores, advirtió que con esos materiales podían amortiguar los efectos de la balacera. Y estaba en lo cierto.

Algo decepcionado por los magros resultados y sorprendido por la resolución de los bizantinos, Mehmed resolvió suspender el ataque con cañones, esperando la llegada de nuevas piezas procedentes de Edirne, donde el húngaro Urban no daba abasto con la fragua. Los defensores celebraron con júbilo y un enfervorizado griterío se elevó desde las almenas y parapetos de la ciudad, no así la guarnición de dos castillos extramuros. El sultán derribó sus muros a cañonazos y exterminó a todos, excepto a 76 soldados que fueron empalados a la sombra de las murallas, para mostrar a los bizantinos la suerte que les esperaba.

Hacia el 19 de abril, la lucha se había generalizado a lo largo de la muralla terrestre, adonde se hallaban las seis grandes puertas que permitían el acceso desde el Oeste: Adrinópolis (Edirnekapi), San Romano (Topkapi), Rhesiu (Mevlanakapi), Pege (Silivrikapi), Xylokerkos (Belgratkapi) y la Puerta de Oro (Yedikulekapi). Por su puesto que había decenas de puertas y poternas menores, pero el emperador las había mandado a tapiar, considerando que eran demasiadas. Solamente accedió a dejar algunas pequeñas poternas trabadas, para acometer a los sitiadores, sobre todo durante la noche. Una de ellas, la Puerta del Circo o Kerkaporta, sería luego tristemente recordada por los sucesos que tendrían lugar el 29 de mayo, hacia el final de la lucha.

¡450 metros!. Todos los cañones turcos habían estado machacando durante los últimos siete días el muro más bajo, de unos 8 metros de altura, que constituía la segunda línea defensiva de la ciudad. Y 450 metros se habían venido abajo. Los sitiadores, apoyados por no combatientes, acarreaban frenéticamente cajas con tierra, tablas y barriles para emparchar los huecos. Pero todo cuanto hacían inmediatamente Mehmed lo volvía a destruir con la potencia de su artillería. A los bizantinos la última esperanza que les quedaba era la tercera muralla, de unos trece metros de altura y cuatro de espesor, protegida por enormes torres de planta cuadrangular, algunas, y octogonal, otras. Estaban invictas desde la fundación de la ciudad, excepción hecha de aquella vergonzosa cruzada que había dirigido un veneciano, doscientos cincuenta años atrás.

El 20 de abril, el escenario bélico se mudó repentinamente al Mar de Mármara. Los centinelas turcos de Rumeli Hisar divisaron una pequeña formación de cuatro enormes galeras cristianas y dieron la voz de alerta. El almirante otomano las persiguió con cien embarcaciones menores, pero a último momento, el viento le jugó una mala pasada y lo dejó con las manos vacías. La flotilla cristiana pudo entrar al Cuerno de Oro y protegerse en el Petrion. Disgustado, el sultán mandó a azotar a su almirante con una varilla de hierro, a la vista de todos. Sería el último error que castigaría de esa manera. El próximo tendría como reprimenda la muerte, sin importar rangos ni jerarquías.

Constantino XI recibió a los recién llegados personalmente y les agradeció sinceramente por su valentía. Pero los capitanes de las naves le dejaron helado cuando él les preguntó acerca de los auxilios que vendrían de Occidente. “El Papa ha costeado diez galeras que puso bajo el mando del rey español de Nápoles, Alfonso V, pero éste se las guardó especulando con ser el próximo emperador de Constantinopla”, dijeron los marineros.

9) Cuando los barcos navegan también en tierra:

Mehmed, aturdido por la osadía de la escuadra cristiana, no se dejó sin embargo amedrentar. Por el contrario, apostó todas sus fichas a un ingenioso plan que había ideado desde los primeros momentos del asedio. Ordenó levantar un enorme malecón, valle arriba, que ascendía desde las orillas del Bósforo, sobre las colinas de Pera. A lo largo de 15 kilómetros revestidos con tablas y salvando un collado de 75 metros de altura, los turcos emplearon plataformas rodantes o bastidores para introducir unos setenta navíos de mediano calado en el Cuerno de Oro. Con ello consiguieron burlar la pesada cadena que, tendida entre Gálata y la torre de San Eugenio, impedía el acceso al estrecho. Fue una obra maestra de la ingeniería, que dejó boquiabiertos a los bizantinos. Ver embarcaciones “navegando” sobre tierra no era una cuestión de todos los días. Pero lo peor fue que otro tramo de 16 kilómetros de murallas exigía la atención de los defensores. ¡Y ya antes de que ello sucediera eran tan pocos, que la pérdida de un defensor se lloraba como la muerte de un hijo!

Constantino XI advirtió, no obstante, que los 70 navíos turcos no eran un oponente serio para sus 26 galeras de guerra. Estaba a punto de enviarlas a la lucha, cuando descubrió que los otomanos también habían desplazado cañones a la zona, para defender el perímetro. Hubo que resignarse a un segundo frente de batalla. Entretanto, la colonia genovesa de Pera, una fuente permanente de información sobre los movimientos turcos, había quedado completamente rodeada.

10) Los últimos treinta días del Imperio Romano:

El 4 de mayo, el Consejo solicitó al emperador que huyera hacia Europa, al cobijo de la noche. En su opinión, sería más provechosa su presencia en las cortes occidentales a los fines de obtener ayuda. Pero Constantino XI fue tajante: “Bien sabéis lo que está a punto de ocurrir. ¿Cómo abandonar las iglesias y a los sacerdotes del Señor? ¿Cómo dejar este trono y a mi pueblo? ¡Jamás saldré de aquí! Estoy dispuesto a morir con vosotros”.

Afuera, los cañones del sultán disparaban sin cesar y en la ciudad, la escasez de víveres empezaba a poner en evidencia las miserias humanas en tales circunstancias: se había formado un mercado negro donde los adinerados podían adquirir los que otros no. Tal vez para paliar la necesidad de vituallas pero principalmente para averiguar algo acerca de la tan esperada ayuda veneciana, Constantino XI comisionó a algunas de sus naves para partir durante la noche en busca de los italianos. Al abrigo de la oscuridad, las galeras abandonaron los muelles y pusieron rumbo al Egeo, sin que los turcos, fondeados en Diplolkionion, pudieran alcanzarlas.

Para el sábado 19 de mayo, los ingenieros de Mehmed habían trabajado con los carpinteros y sus ayudantes dos días con sus dos noches completas, casi sin dormir. Nadie quería ser objeto de la ira del sultán, como sucediera con el almirante de la flota, así que no hubo ninguna queja por las rudas jornadas de labor. Pero en la mañana de ese día, el fruto de su esfuerzo estuvo listo. Una colosal torre rodante, con troneras para los arqueros y ballesteros y plataformas voladas para saltar a las murallas emergió desde el campamento turco y fue lentamente acercada a la puerta de San Romano, guardada por el emperador en persona. La torre era inclusive más alta que las murallas y desde su cima, los turcos pudieron combatir efectivamente a los bizantinos, que se movían frenéticamente más abajo. Pero durante el anochecer, los defensores prendieron fuego al “juguete” de Mehmed y hasta lograron inclusive reparar la gran puerta. Con las primeras luces del nuevo día, la sorpresa del sultán quedó registrada en sus palabras: “¡aunque me lo hubieran jurado 37000 profetas, jamás hubiera creído a los cristianos hacer tanto en tan poco tiempo!”.

Al día siguiente, Mehmed respondió la osadía de los bizantinos con ataques en pequeña y en gran escala. En una de esas arremetidas, un alférez turco, ondeando un impecable estandarte verde, consiguió llegar a lo alto de las almenas, pero fue literalmente partido en dos por el alfanje de un cristiano. Con pavor, los turcos observaron cómo su precioso estandarte caía desde lo alto, directamente sobre el lodo eterno que se juntaba al pie de las murallas. Muchos se atemorizaron viendo en ello un signo de mal presagio. Uno de ellos fue el sultán en persona, quien raudamente partió a consultar a su astrólogo favorito para averiguar la fecha más propicia para lanzar un último asalto. Declaró que levantaría el asedio si este nuevo intento fracasaba.

El 23 de mayo, los bizantinos se reponían de sus heridas, cuando un cristiano amigo o tal vez un espía de extramuros, disparó hacia el interior una saeta con un mensaje: los turcos atacarían el martes 29 de mayo. Unos instantes después, el emperador corría en dirección al puerto, para recibir a uno de los navíos que había enviado veinte días antes en busca de la flota veneciana. Las noticias fueron desalentadoras: no se habían hallado trazas de las naves italianas en todo el Egeo. Habría que batallar solos.

Al día siguiente se produjo un eclipse lunar y cuando los habitantes de Constantinopla recorrían las calles en solemne procesión, el icono más santo de la ciudad, que portaban los de la primera fila, se escurrió de las andas. No habían terminado de levantarlo cuando se desató una furiosa granizada que obligó a suspender la procesión. Con las primeras luces del alba, todo el mundo observó un fenómeno atípico para esa época del año: la capital amaneció envuelta en un espeso manto brumoso. Muchos empezaron a pensar que también Cristo había abandonado la urbe.

El 27 de mayo, los defensores hicieron una última salida para incomodar a los sitiadores. Se empleó para ello una pequeña poterna, la puerta del Circo o Kerkaporta, que el último soldado en ingresar trabó mal luego de transponerla a su regreso en la ciudad. La moral, pese a todo, aún era elevada.

11) El ojo del huracán:

La calma del 28 de mayo, fue lo más parecido al ojo de un huracán; luego de ocho semanas de lucha, los dos ejércitos se concedieron una mutua tregua que fue empleada por cada bando para reposo y penitencia.

Cuartel general otomano: Los musulmanes se dedicaron a orar y a hacer las siete abluciones rituales. Los derviches e imanes recorrieron el campamento turco incitando a pelear y prometiendo a los soldados que si caían combatiendo a los infieles y con el santo nombre de Alá en los labios, irían directamente al paraíso. Mehmed II, por su parte, pasó revista a su tropa montado en un impecable destrero árabe color blanco. Prometió doble paga y tres días de saqueo si conquistaban la ciudad. Pero puso especial énfasis en remarcar que nadie debía dañar un solo edificio de la Manzana Escarlata. “Constantinopla es mía y yo haré de ella mi capital”, dijo.

Interior de Constantinopla: Miles de personas volvieron a desfilar por las calles con iconos sagrados y cruces. Iban cantando himnos y el grandioso Kyrie Eleison: “Señor, ten piedad de nosotros”. Al término de las ceremonias, se agolparon en Santa Sofía para participar de la que sería la última misa cristiana en la gran basílica (convertida posteriormente en mezquita). Se encendieron cientos de lámparas, candelas y velas, que iluminaron el lugar arrancando destellos de los hermosos mosaicos de Cristo, de la Virgen, de decenas de santos y antiguos emperadores y emperatrices. En la penumbra del recinto, perfumada de incienso, los feligreses se confesaron y comulgaron sin prestar atención al clérigo que tenían enfrente. A esas alturas ya nadie ponía atención en el cisma. Durante el atardecer, a medida que los rayos de sol se escurrían hacia los lejanos Ródopes, una extraña luz brilló en lo alto del cielo, sobre la cúpula de Santa Sofía. Algunos vieron en ella un reflejo de las hogueras que los turcos habían encendido en su campamento, otros juzgaron que se trataba de un fuego de San Telmo, pero la inmensa mayoría la interpretó como una señal funesta. Al ver la luz, el emperador se puso pálido. No era ajeno a la creencia generalizada que sostenía que Cristo había abandonado la ciudad. Momentos después, en palacio, se despidió de sus seres amados y de sus sirvientes, pidiéndoles perdón por cualquier ofensa que hubieren recibido de él. A medianoche volvió, espada en mano, a su puesto de combate, acompañado por su gran amigo, el chambelán Frantzos. De pasada en Santa Sofía, se detuvieron a orar, a confesarse y a comulgarse. Montaron nuevamente y llegaron a la puerta de San Romano, donde les aguardaba Giustiniani. Allí se apearon de sus caballos, se abrazaron con emoción y por fin, se despidieron, intuyendo quizá que ya no volverían a verse.

12) Y el final:

Algunos dicen que fue a la una y media de la madrugada. Otros sostienen que a las tres y unos pocos, al despuntar el alba. Lo cierto es que, en un momento dado, durante la oscuridad del 29 de mayo de 1453, Mehmed II ordenó el asalto general. Súbitamente resonaron las trompetas, redoblaron los atabales y entrechocaron los címbalos en el campamento turco. El silencio de la noche estalló en mil pedazos. Pronto, el sonido de los instrumentos otomanos fue contestado por el repicar de las campanas de la ciudad, que llamaban a los defensores al combate.

La primera horda de harapientos bashi—bazouks, salió disparada contra las grandes murallas agrietadas, sobre las cuales, los bizantinos cargaban sus arcos y ballestas. Lanzando salvajes alaridos, los peones turcos se precipitaron sin orden aparente, en filas tan compactas, que ninguna flecha cristiana, por más defectuosa que hubiese sido arrojada, erraba el blanco. Desde lo alto de los muros, los griegos contestaron también el ataque con el terrorífico fuego griego. Alcanzados por el líquido inflamable, muchos turcos se asaron vivos apenas pusieron pie en las escalas. Los que salieron corriendo con fuego en sus espaldas, desparramaron el incendio sobre las ramas que cubrían un poco más allá el foso. En ese primer ataque, que duró aproximadamente dos horas, se quemaron más individuos que durante todos los días de la caza de brujas, incluyendo la quema de los herejes cátaros, tan rigurosamente planeada por el papa Inocencio III dos siglos y medio antes.

La segunda oleada de los bashi—bazouks no tuvo mejor suerte. Un poco impaciente, Mehmed ordenó avanzar a su ejército regular, compuesto inclusive por vasallos serbios. En una sección de los muros, un cañonazo fortuito derribó parte de la improvisada empalizada con la que los defensores habían reparado una grieta colosal. Los turcos advirtieron rápidamente el hallazgo y se introdujeron por allí, pero fueron repelidos angustiosamente a flechazos. A eso de las ocho de la mañana, viendo que también sus tropas de línea habían fracasado, el sultán les ordenó retroceder. Estaba desesperado e iracundo. Todavía no habían podido hacer pie en lo alto de las fortificaciones.

En el interior de la ciudad, los defensores estaban extenuados al cabo de casi seis horas consecutivas de sangrienta lucha. Pero el ánimo era ideal. Constantino XI intercambiaba mensajeros constantemente con Giovanni Giustiniani y Gabriel Trevisano para mantenerse al tanto de la situación. Había pasado casi toda la noche gritando órdenes y por lo menos, en un par de ocasiones, había tenido que descargar el filo de su espada contra la silueta ascendente de esos bárbaros bashi—bazouks que parecían inacabables.

Poco antes de las diez de la mañana, Mehmed II resolvió jugar sus últimas cartas. Pasó revista a su hueste de jenízaros y prometió al primero de ellos que hiciera pie en las murallas, el gobierno de la provincia más rica de su Imperio. Invictos, descansados y resueltos, los mejores soldados del mundo partieron en silencio para la lucha. Su disciplina era tal, que cuando empezaron a subir por las escalas, no se inmutaron por el fuego griego ni por los flechazos que volaban por los aires. Cuando uno moría, inmediatamente otro ocupaba su lugar. Súbitamente, uno de ellos, llamado Hassán, consiguió abrirse paso entre las almenas, seguido de cerca por treinta camaradas. En vista de los acontecimientos, los turcos que estaban aún abajo o trepando las escaleras, lanzaron vivas y gritos de júbilo. Pero tan pronto como Hassán, cimitarra en mano, reclamó para sí el premio prometido por Mehmed, los bizantinos consiguieron hacerle caer. Mientras el pobre turco volaba hacia el suelo, los defensores le remataban con una lluvia de piedras y saetas.

A media mañana, hasta los jenízaros parecían haber fracasado, cuando dos hechos casi simultáneos vinieron a sentenciar la jornada para los griegos. Cuando los defensores estaban acabando con un gigantesco jenízaro que había conseguido trepar a las almenas, un grito de alarma hizo cundir el pánico. Unos 50 jenízaros corrían libremente en el interior de la ciudad, hacia una de las puertas, con la intención de abrirla a sus compañeros. Los turcos habían encontrado mal cerrada una pequeña poterna llamada Kerkaporta: la ciudad parecía condenada.

Muchos de la guarnición, aún no se habían recuperado de esa desagradable visión, cuando la noticia de que Giovanni Giustiniani había sido herido mortalmente, corrió como reguero de pólvora. El gran comandante genovés pidió ser llevado a una de sus naves, pese a que Constantino le rogó que se quedara, creyendo con razón que su partida derrumbaría la defensa. Y así fue. En vista de su retirada, los aliados italianos abandonaron sus puestos y salieron presurosos para abordar sus salvadoras embarcaciones. Todo estaba perdido. La defensa se desmoronó en cuestión de minutos.

Abajo, el sultán se había percatado que algo andaba mal en las filas de los defensores. Se acercó a husmear casi hasta la orilla del foso. Pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Y no perdió la ocasión. Lanzó a todo su ejercito nuevamente a la lucha. Quince minutos después una horda de por lo menos 30000 turcos avanzaba casi sin oposición por las calles de la ciudad.

Entretanto, en la puerta de San Romano, el emperador casi había quedado solo en la lucha. Fue su momento de gloria, el instante en que la Historia lo recibió en sus anales como el último de los romanos. Constantino XI, viendo que los turcos ya entraban en masas compactas y sabiendo que Mehmed había ofrecido una espléndida recompensa por su captura, se arrancó las insignias imperiales y gritó desesperado: “¿No hay un cristiano que me corte la cabeza?”. Segundos después se lanzaba a lo más encarnizado de la refriega, buscando una muerte digna del último emperador romano.

Cuando los turcos victoriosos se desbordaron por las calles, la matanza y la violencia se tornaron espantosos. Muchos habitantes corrieron aún en busca de la paz de Santa Sofía, entraron a ella y trabaron las puertas con tirantes de madera. Allí esperaron a que una antigua profecía se hiciera realidad. Según ésta, si algún enemigo penetraba hasta la columna de mármol ubicada en la plaza de enfrente, un ángel bajaría del cielo blandiendo su espada para rechazarlo. Pero cuando los turcos derribaron a mazazos las enormes puertas, se hizo evidente que ningún ángel aparecería.

En otros sectores de la ciudad, los gritos de terror y los lamentos llenaban cada resquicio de las casas, los monasterios e iglesias, mientras la sangre de los muertos se escurría hacia las calles bajas, en las adyacencias de los muelles y embarcaderos. En su sed de rapiña, los turcos se habían detenido a robar y violar, permitiendo a algunos sobrevivientes escapar hacia donde fondeaban las galeras imperiales, genovesas y venecianas. Fueron todas abordadas hasta el límite de su capacidad, y salieron en medio de la desolación. Nadie les incomodó durante la fuga. Hasta el mar había quedado vacío, puesto que los marineros turcos, alertados por los gritos en la ciudad, habían salido corriendo a reclamar su parte en el botín. Los estrechos parecían deshabitados.

Recién por la tarde, durante la última hora de luz, Mehmed entró en la Manzana Escarlata, como solía llamar a Constantinopla. Cabalgó lentamente por las calles de la ciudad y se dirigió a Santa Sofía. En el umbral de la Basílica observó a unos soldados escarbando con la punta de sus cuchillos para extraer un pedazo de mármol del pavimento. Los golpeó con la cara plana de su cimitarra: “¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios?. ¡Esta ciudad es mía!”, exclamó. Luego, se internó en la gran iglesia y reclinando su turbante hasta el suelo, dio las gracias a Alá. Se incorporó sin sacar los ojos de los mosaicos que decoraban las paredes y dispuso que un muecín llamara a la oración. A continuación, concluida la acción de gracias, cabalgó hacia la última morada del último emperador romano. En el camino preguntó por Constantino XI. Dos turcos le mostraron la cabeza de un hombre que unos griegos afirmaban era la de su señor. Otros le mencionaron que se había hallado un cuerpo sin cabeza, pero con borceguíes de púrpura en los pies, bordados con las águilas imperiales de Bizancio. Sin embargo, en ambos casos, la identificación era dudosa.

13) Conclusión:

La caída de Constantinopla ocasionó reproches mutuos y acusaciones de inacción entre las monarquías occidentales. Hasta ese momento, la ciudad había sido como una espina clavada en la carne del ascendente Imperio Otomano. Y muchos pensaron, entre ellos los mismos griegos, que la anciana reliquia, excelentemente fortificada, jamás caería. Pero Constantinopla cedió y los otomanos la convirtieron en el corazón de sus dominios. La sangre nueva que desde ella empezó a fluir llevó rápidamente a los otomanos a dominar todo el próximo Oriente y el norte de Africa. Y el Islam pudo regodearse de alcanzar latitudes que jamás había visto: Hungría, después de Mohácz, Otranto, en la bota de Italia, y las mismas puertas de Viena.

Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo.

Fuentes consultadas: La caída de Constantinopla, de John Julius Norwich, La Historia de las Cruzadas, de Steven Runciman, Atlas Histórico Mundial, de Georges Duby, Bizancio, de Franz Maier y mi griega amiga Katarina.

1 comentario en «BATALLAS DEL IMPERIO BIZANTINO»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *